Antropología e indigenismo
de Porfirio Miranda

Luis R. Brito Crabtree[I]

En 1999, dos años antes de morir, José Porfirio Miranda vio publicado, por parte de la UAM-Iztapalapa, su último libro: Antropología e indigenismo. Con esta obra, Porfirio llega a su objetivo y cierra con broche de oro el zigzagueante camino del proceso de su pensamiento: demostrar lo que es el ser humano. En él nos expone sus orígenes y el progreso de la humanidad en el mundo actual. Con base en ello, critica al indigenismo y la forma como ha tratado el problema indígena en México. Su último capitulo señala dos propuestas dirigidas a los teólogos.

El libro es pequeño, pero está pletórico de los datos más actualizados de los antropólogos y culturalistas, lingüistas e historiadores de punta en la época contemporánea. La obra me parece sustanciosa, y como todas las de Porfirio, de suma actualidad además de polémica.

/. La clave de la antropología

Con forme a su método filosófico, Porfirio se lanza desde el principio a la búsqueda del concepto. La clave de la antropología es el concepto del hombre. Como el origen de todos los conceptos no puede ser empírico, si se trata de verdaderos conceptos y no de imaginaciones, entonces, como nosotros somos hombres, ya tenemos el concepto del hombre cuando comenzamos a hacer antropología, y

sólo en función de ese concepto inicial podemos recabar los hechos o datos relevantes y hacer a un lado los irrelevantes.

Por eso es un grave error epistemológico el rechazo de algunos antropólogos a ese concepto previo de hombre porque sospechan, y con razón, que sería el concepto de hombre forjado en Occidente. Sin embargo, esto es inevitable ya que los pueblos primitivos, como la misma antropología ha descubierto, no hacen una clara distinción entre el hombre y el animal, lo cual significa que no han sabido definir el concepto del hombre. Los antropólogos creen encontrar un dato empírico que, según ellos distingue al hombre del animal: la práctica de la exogamia, o sea, la prohibición del incesto. Pero Miranda los refuta diciendo: “Ni siquiera las relaciones de parentesco son dato empírico. Que cierta mujer es mi madre, a mí me lo dijeronyyo les creí. No es un dato que yo haya visto. La prohibición del incesto manej a nociones que no son sensorialmente comprobables sino que están basadas en el testimonio y en el acto moral de fiarme de testimonios. Si las relaciones de parentesco fueran dato empírico ningún hombre podría dudar sobre si cierto hombre es su padre o no”. Y citando a Richard Adams, advierte: “más bien, los parientes son identificados a través de relaciones… que han sido inventadas para tal fin” (Antropología e indigenismo, pp. 13 y 14).

Lo mismo sucede cuando, teniendo en cuenta que en todos los pueblos primitivos la religión desempeña un papel central, los antropólogos toman ciertos rituales como datos empíricos. Ahora bien, nadie puede pretender que la religión de un pueblo es un dato empírico; más bien, sin el concepto previo de religión es imposible darle sentido a la elección de los rituales pertinentes y dejar de lado los no pertinentes.

Igualmente, la antropología actual considera a la cultura tan central que el antropólogo Leslie White ha dicho que “la naturaleza del hombre no es natural, sino cultural”. Pues bien, la cultura de un pueblo no es ni por asomo un dato empírico, y tan no lo es que la mayoría de los antropólogos actuales están de acuerdo en considerar a la cultura como una abstracción elaborada por el investigadormismo.

El extraordinario antropólogo Andró Leroigourham, captando la trascendencia del asunto, demostró que “el problema más personal que pueda plantearse el hombre es el de la naturaleza de su inteligencia, puesto que en definitiva, el hombre no existe sino por la consciencia que tiene de existir”. Porfirio corrobora esta tesis al afirmar de manera tajante: “Lo que distingue al hombre del animal es la autoconsciencia, o sea, el espíritu”.

El yo consiste en el acto mismo de percibirse. La individualidad, el tener un yo, se acentuó e intensificó en la civilización occidental, por causa del cristianismo, en un grado que no se puede comparar con las otras religiones y culturas.

El historiador Serge Gruzinsky pone el dedo en la llaga al informar que: “La valoración de sí mismo que propone el cristianismo, la introspección que preconiza, la importancia que concede a la autonomía del sujeto, se opone al concepto de una persona diluida en redes de dependencias múltiples. Por eso, desde el siglo 16, las exigencias de la predicación y de la confesión personal contribuyeron a la definición del sujeto, al surgimiento de un yo más próximo al nuestro; sin dejar por supuesto, de criticar las formas devastadoras que acompañaron al avanzado desarrollo del yo” (Antropología e indigenismo, 1999, UAM, México, p. 18).

Y Porfirio cita al filósofo Karl Popper y al sociólogo Talcott Parsons respecto a la individualidad cristiana. Popper alude al mandamiento que dice “Ama a tu prójimo” y no “ama a tu tribu”; Parsons se refiere a la responsabilidad personal ante Dios, para quien cuenta sólo lo que tú haces, sin importar tu clase, familia, nación, sexo, edad, o raza.

Sin embargo, para algunos antropólogos de ayer y de hoy toda creencia religiosa es absurda. Tratan de demoler la religión primitiva mostrando lo que tenía de insensata y manifestando que era un espej ismo provocado por una tensión de la emotividad. Partiendo de esto se convencieron de que las grandes religiones podían también desacreditarse y suprimirse. Pero a ese absurdo había que encontrarle una explicación, que supuestamente fue ofrecida en términos de la psicología y de la sociología.

Porfirio comenta al respecto: “Pésima puntería la de esos antropólogos, pues lo que caracteriza a las otras religiones (no sólo a las primitivas) es la tendencia a debilitar y disminuir la individualidad, de suerte que mostrar el absurdo de ellas no sólo deja indemne al cristianismo, sino que pone más de relieve su diferencia y especificidad”. Y en seguida pone ej emplos del budismo, del hinduismo, de la religión de los balineses de indonesia, de las religiones precolombinas y de los devotos del zen originario del Japón. Llega incluso hasta Ken Wilber, el mayor intelectual del new age, quien afirma que “la finalidad de la espiritualidad consiste en desvanecerse en el samdhí del vacío”.

Por consiguiente, si la individualidad, el tener un yo, es lo que distingue al hombre del animal, y al mismo tiempo esa característica esencial del hombre se acentuó en Occidente por obra del cristianismo, a los antropólogos antirreligiosos no les quedó una salida más airosa que el relativismo cultural: todo da igual, todas

 

las culturas son igualmente valiosas, lo mejor es no asignar valores. Ésa es en el fondo la postura que adoptaron el funcionalismo y el estructuralismo. Porfirio demuestra en el capítulo que aborda la clave de la antropología las contradicciones de estas teorías.

Al final del capítulo concluye: “En verdad, el estructuralismo renuncia por principio a explicar los hechos, pues nadie puede explicar hechos sin señalar causas, y como Bastide admite: Levy-Strauss se rehúsa a hablar de causalidad, en su lugar emplea la expresión de homología” (p. 25). Miranda replica: no es de extrañar. El estructuralismo ha pasado a ser literatura, no es ciencia (pp. 25 y 26).

  1. Orígenes

Quien no quiere hablar de causas, no puede explicar el origen de cosa alguna. No podemos soslayar la pregunta sobre el origen de la autoconsciencia. El origen del hombre.

Al comenzar este segundo capítulo, Porfirio descarta dos falsas explicaciones: la pretendida explicación del evolucionismo y la pretendida explicación del materialismo fisiológico de ciertos lingüistas.

  1. La explicación evolucionista suele basarse en la famosa tendencia a la supervivencia. Sin embargo, la tendencia a sobrevivir no explica las transformaciones de las especies por la sencilla razón de que muchas especies han sobrevivido sin transformación por un tiempo indeciblemente más largo que el que la especie humana tiene de existir en el planeta. Con muchos ejemplos, Porfirio demuestra cómo el mecanismo que solían presumir los darwínistas como explicativo del mejoramiento de las razas, ya hoy está visto que no sirve para explicarlo. Y la tesis central del darwinismo, la supervivencia de los más aptos, resultó ser una mera tautología que no explica nada: sobreviven los más aptos para sobrevivir.

Porfirio sostiene lo siguiente: nuestra descendecia de los animales es innegable y tenemos que recordársela a los antropólogos. La evolución es un hecho. Pero de ahí a que la teoría evolucionista sea una explicación de ese hecho, es otra cosa. Todo el que reflexione un poco tiene que escoger entre evolución y evolucionismo, pues la evolución implica que comienza a existir algo irreductiblemente superior, mientras que el evolucionismo trata de explicar el surgimiento del hombre reduciéndolo a lo anterior, que es inferior. Eso es un

absurdo. Si no hubiera algo superior irreductible a lo anterior, no estaríamos hablando de evolución sino sólo de variaciones de lo mismo.

  1. El materialismo fisiológico de ciertos lingüistas. Porfirio de inmediato aclara que, para los lingüistas más modernos, la capacidad de lenguaje es efectivamente lo que distingue al hombre del animal. Se trata de verdadero lenguaje y no de esa especie de transmisión de emociones o automatismos que también existe entre animales. Con muchos detalles, demuestra que la diferencia entre el animal y el hombre es abismal en este aspecto.

Pues bien, explicar por causas materiales el origen de esa capacidad de hablar es lo que se propusieron ciertos lingüistas y muchos neurólogos. Primero quisieron explicarla por el tamaño del cerebro, pero el resultado fue catastrófico. Entonces se enfocaron en el caso de los que padecen hidrocefalia, pero se observó que la masa encefálica se reduce a una delgada capa adherida al cráneo, y sin embargo el individuo conserva su capacidad de hablar. Luego se centraron en las afasias por lesión cerebral y resultó que la afasia es un trastorno psíquico. También hay afasias del lenguaje de signos. Al respecto, el lingüista Bertil Malmberg hizo una observación muy acertada: “El hombre no tiene propiamente órganos de la palabra. Los órganos que se acostumbra llamar así tienen todos funciones puramente biológicas (de respiración, de consumo de alimentos, etc.) y han sido utilizados secundariamente para la función comunicativa” (Miranda. Antropología e indigenismo, p.35). Todo esto puede comprobarse, dice Porfirio, a propósito del lenguaje de signos, el de los sordomudos, que es tan rico en gramática y sintaxis como el inglés. Los sordomudos utilizan la vista y el movimiento de los brazos para hablar. Además, existe el lenguaje puramente manual, consistente en el tocamiento de las manos del interlocutor con las manos de quien habla; así aprendió a hablar Helen Keller, que era ciega y sordomuda.

Sin embargo, la prueba más contundente y actualizada es la siguiente: Porfirio toma de Steven Pinker el descubrimiento, en cerebros de monos, de áreas que, en cuanto a localización, cableado de entrada y salida y composición celular, corresponden a las áreas del lenguaje humano. Igualmente la información de HarveyM Sussman: “El tejido nervioso de no-humano está compuesto del mismo tipo de neuronas, tiene el mismo número de neuronas al interior de una columna cortical y tiene los mismos neurotransmisores químicos que se encuentran en el cerebro humano” (cit. por Miranda, op. cit., p. 35).

La conclusión de Miranda es sencillamente contundente: si la causa de la capacidad de lenguaje fuera el cerebro, los monos deberían hablar. No conozco,

 

agrega Porfirio, tesis alguna que haya sido tan aplastantemente refutada por los datos empíricos mismos como la tesis que dice que nuestra capacidad de hablar se debe a nuestro aparato biológico. Ese mismo aparato biológico, sin faltar detalle alguno, lo tienen los monos y sin embargo no hablan. Es evidente que falta en ellos “algo” que no es biológico y que, presente en los seres humanos, utiliza nuestro aparato biológico para el habla {ibid., p. 35).

Los descubrimientos de la ciencia más reciente le dan la razón a Porfirio Miranda. Ese “algo” que no es biológico es la conciencia. Ni el evolucionismo ni el materialismo fisiológico de ciertos lingüistas hablan precisamente de la autoconciencia, pero ambos pretenden explicar el origen de lo que distingue al hombre del animal. En particular, al refutar Porfirio la pretendida explicación fisiológica de nuestra capacidad de lenguaj e, desemboca de la manera más obvia en la verdadera explicación.

La palabra es el autoconsciente que le dice a otro autoconsciente aquello de lo que se da cuenta. El origen del yo está en la intersubjetividad. El origen del hombre es la consciencia que lo distingue del animal. El eslabón perdido de los darwinistas no es un hueso, es la conciencia. Aquí Porfirio llega al fondo, porque la interpelación de los otros es discontinua, mientras que mi yo es continuo. Además, las identificaciones que los otros hacen de mí se contradicen entre sí: soy maestro para fulano y esposo para mi mujer. Además, las identificaciones que los otros hacen de mí son irremediablemente superficiales. No troquelan lo que yo soy en el fondo. Además, lo que yo soy en el fondo muchas veces a los otros no les importa. De ahí se sigue que sólo Dios interpelante mantiene mi verdadera y continua identidad, haciéndome responsable de ella. Dios se vuelve entonces el Otro más confiable y definitivamente significativo. Con razón la reli­gión sostiene que “la voz de la conciencia es la voz de Dios”, y eso desde el principio, pues la iniciativa no pudo ser mía, ya que al principio yo no existía, ya que, precisamente no tenía identidad. Es absurdo creer que nosotros ponemos un Dios para que él nos haga tener identidad; si no la teníamos no podíamos poner nada. La interpelación individualiza, crea un yo. Se trata de crear en el sentido literal de la palabra: hacer que exista algo o alguien que no existía. Quizá, dice Porfirio, la principal obligación que la interpelación moral, o sea, Dios, me exige de manera permanente es la de mantener mi autoconciencia individual, o sea, la de no volverme loco. De esa depende la obligación de mantener yo la conciencia de que cada uno de los otros es un individuo, es un yo.

Evidentemente, el imperativo encuentra resistencias de toda índole (incluso religiosas), lucha trabajosamente por abrirse paso y con frecuencia es sofocado parcial o casi totalmente pero existe.

Como descendemos de los animales, es por completo erróneo pensar que la alienación es un desarrollo tardío de la conciencia, como una caída posterior a un estado paradisíaco de no alienación. Al contrario, toda la evidencia indica que, tanto filo genética como ontogenéticamente la conciencia se desarrolla desde un estado de alienación hasta la desenajenación {ibid., p. 16).

  1. El progreso

La conciencia humana ha progresado de manera sorprendente desde las comunidades primitivas hasta nuestros días. En algunas etapas de la historia el progreso ha sido muy lento, pero en otras etapas el progreso ha dado pasos de gigante, como en el siglo XX.

El progreso, dice Porfirio, es un problema antropológico de máxima envergadura. El no cree que una antropología seria pueda soslayarlo.

Sin embargo, hay antropólogos que se declaran escépticos y niegan el progreso. Haciéndose portavoces de ellos, Lessa y Vogt lo dicen así: “El progreso es cuestión de opiniones y da por sentado lo que debería demostrar acerca de qué clase de cambio es deseable». Porfirio entonces declara: «Aquí está enjuego nada menos que el futuro de la humanidad» {ibid., p. 46). Y con una serie de datos contundentes va mostrando la mayor y mej or producción de alimentos en la actualidad, el incremento en la productividad agropecuaria, así como datos impresionantes referentes a la industria y al mejoramiento de la salud y la elevada tasa de crecimiento en los servicios. Miranda concluye diciendo: una antropología que no se dej e espantar tiene que reconocer que el progreso existe y es deseable. Debido al aumento colosal de la productividad, la población del mundo, incluso del tercer mundo, está hoy mejor alimentada y con mayor salud respecto a 30 años atrás, no digamos ya respecto a los siglos y milenios anteriores. La prueba está en el descomunal crecimiento demográfico en el planeta. A pesar de eso, por primera vez en la historia la humanidad es capaz de impedir que alguien muera de hambre o desnutrición, género de muerte que ha sido lo más común desde el inicio de la especie humana.

Quien dude que eso es progreso humano, necesita sostener que da igual vivir que morir. Pero al que sostenga eso hay que preguntarle: ¿Por qué evitas los

 

peligros de muerte? ¿Por qué condenas el homicidio? “Si da igual la vida que la muerte, quien causa una muerte no hace nada malo” (ibid., p. 47).

Porfirio advierte que, siempre que se demuestra este progreso, los oponentes esgrimen como contraargumento la mala distribución. Entonces Porfirio va explicando que la distribución no es cuestión de voluntad, sino que es un problema físico, práctico, logístico. El transporte y la repartición práctica de los satisfactores que las poblaciones necesitan exige mucha más inversión que la gastada en la producción misma, lo cual demuestra que la solución del problema de la alimentación y la salud del mundo no puede consistir en la distribución. Por consiguiente, Miranda propone como solución que los países subdesarrollados aprendan a elevar la productividad de su trabajo para que ellos mismos se abastezcan de los satisfactores del progreso, aun aprovechando el comercio internacional; pero eso implica-agrega- un cambio de mentalidad y de costumbres, de la manera de trabaj ar y ver las cosas, y que la conservación de sus culturas resulta incompatible con la satisfacción de las necesidades -y ahora exigencias- esas poblaciones.

Sin embargo, afirmar que las culturas deben transformarse y cambiar es herir la fibra más sensible de la antropología moderna, y revela la ambigüedad en la que esta ciencia se ha colocado.

Porfirio menciona las ventajas materiales que el progreso humano trae consigo, a lo que añade los beneficios morales y políticos de dicho progreso, lo cual hace más evidente la necesidad de este cambio:

  • La exigencia de respetar los derechos humanos de toda persona en el mun­do.
  • La libertad de expresión, de información, de residencia, de asociación, de matrimonio, de trabajo, de movimiento.
  • La exigencia de que todos reciban educación y seguro contra accidentes, enfermedades, vejez, viudez, desempleo.
  • La exigencia de una mayor democracia, etcétera

Todos estos beneficios se iniciaron con el progreso occidental, muchas veces en contra de la misma cultura occidental. Es notable el más reciente: la igualdad

 

de derechos entre la mujer y el varón. La inferioridad de la mujer, e incluso su sometimiento al hombre, se ha hecho constar en todas las culturas y religiones. La cultura islámica, por ejemplo, es abominable en este sentido. Y en México, el maltrato que sufre la mujer indígena es notorio. No entiendo, dice Porfirio, en que puedan estar pensando quienes afirman que todas las culturas son igualmente valiosas.

  1. Indigenismo

Así entra de lleno Porfirio en la crítica al indigenismo. El indigenismo consiste en luchar por la conservación de las culturas indígenas. ¿No será, pregunta Porfirio, que el indigenismo como tal se basa en la ignorancia de los hechos que aquí se han mencionado?

Por fortuna, el indigenismo tropieza hoy con el hecho venturoso de que los indígenas ya sienten la necesidad de este progreso y lo exigen, mediante lo que los sociólogos llaman “efecto de ejemplaridad”. Necesitan y exigen: hospitales, antibióticos, vacunas, presas, escuelas, carreteras, etc. Entonces a los indigenistas no les queda más remedio que decir: nosotros queremos que estén provistos de todas estas cosas, pero que al mismo tiempo conserven su cultura. Porfirio ve en esto una contradicción.

El problema aquí es que los indigenistas están obligados a elegir uno de estos dos caminos:

  1. Pugnar por que la satisfacción de las necesidades de los indígenas en cali­dad de limosna perpetua, lo cual significaría que los indígenas serían los seres superiores que deberían de ser sustentados por el trabajo del resto de la población. Esto ya no es posible porque la población que ya ha progre­sado no lo aceptaría por indigno. Quedaría entonces el otro camino.
  2. Decidir que los indígenas modifiquen su manera de aprovechar los recursos naturales, su modo de trabajar, su enfoque de la vida, porque el nivel de productividad que es inherente a las culturas indígenas no les permite cubrir sus necesidades. De hecho, es imposible entender qué significa la conser­vación de una cultura si no se preserva su modo de trabajo y la mentalidad consiguiente.

 

Si no se aceptan las técnicas modernas de producción, medicación, hospitalización, educación y comunicación no quedaría sino una tercera opción, que Porfirio descarta por indigna: reservaciones indígenas un con nivel de vida inferior al del resto del país. Serían reservaciones sin atención médica, ni electricidad, drenaje, escuelas, etc. La abyección misma. Espectáculo para turistas y antropólogos.

Porfirio enfatiza: no creo que la discusión pública del problema indígena haya planteado, con claridad y diversificación, cuáles son las opciones. Si se hace caso omiso de los puntos que acabamos de plantear, todo se vuelve confusión y abundan las contradicciones.

Ante la falta de decisión de los indígenas en cuanto a las dos opciones mencionadas el resultado ha sido un cúmulo de exigencias cuyo cumplimiento implicaría que para resolver los problemas indígenas habría que resolver primero todos los problemas del mundo. Los planteamientos globales como los realizados por los indígenas, tienen esta característica: se puede decir cualquier cosa, la discusión se vuelve interminable y las acciones no se realizan. Es una forma moderna de alienarse.

Finalmente, la incapacidad de admirar algo superior produce involución en el hombre y tiene efect o social mediocrizante. Porfirio recuerda a Samuel Ramos, quien describiera de ma íera insuperable el carácter del mexicano. Samuel Ramos encontraba que el complejo de inferioridad estaba muy extendido en nuestra población en general. El mencionado complejo no consiste en que la persona se sienta menos dotada de lo que es, no consiste en que se sienta inferior sin serlo; más bien, consiste en que el sujeto se vuelve incapaz de admirar algo superior e incluso siente rencor contra el hecho de que exista alguien o algo superior. Según Porfirio, el complejo detectado por Samuel Ramos se cultiva intensamente a nivel nacional. La igualdad de valor de todas las culturas y la preferencia por el hombre natural son ideas implícitas o explícitas en revistas, columnas periodísticas, programas televisivos o radiofónicos y libros.

Sin embargo, en materia educativa esto es un suicidio. En una verdadera educación hay cuatro cosas esenciales sin los cuales la tarea educativa carece de sentido, deja de ser educación y se convierte en mero adiestramiento, en mera suscitación de habilidades manuales o mentales. En estos cuatro elementos resume Porfirio la lucha que ha mantenido a lo largo de su obra, publicada en 11 libros.

  1. Una verdadera educación debería inculcar la diferencia entre el bien y el mal.
  2. El hombre no es bueno por naturaleza.
  3. La búsqueda exclusiva del propio provecho no es la única conducta posi­ble. Ayudar a los demás sin segundas intenciones ni recompensa, incluso psicológica, es mejor y perfectamente posible.
  4. Hay que diferenciar entre lo verdadero y lo falso; la verdad se puede en­contrar y no sólo buscar.

Pues bien, el segundo y el cuarto planteamientos se vuelven imposibles con el indigenismo. Y el cuarto es una tradición destacadamente occidental.

Dejo a los teólogos el análisis del capítulo quinto, titulado “Aplicaciones teológicas”.

Sólo me queda recomendar el estudio desapasionado de esta pequeña obra. Considero que es una bomba de tiempo, que Porfirio nos dejó activada para el futuro.

[I] Profesor de la UIA y miembro del CEF Miranda.