José Porfirio Miranda: un filósofo
PARA NUESTRO TIEMPO
(Razón, Revolución, Eticidad)
Francisco Piñón[I]
- José Porfirio Miranda era, ante todo, un filósofo. El razonamiento de su propio mundo era su ambiente natural. Problematizaba la existencia humana precisamente porque no la quería cómoda. Radicalizaba las soluciones porque trataba de ir al fondo de las cosas. Su “racionalidad”, que no puro racionalismo, le empujaba a ir a la raíz del problema de la existencia humana. Para él toda problemática era de índole metafísica, es decir, de sentido último, de fundamentación, del porqué último de vivir, del porqué último del sentido de la lucha, de la contestación. Porfirio llevaba y vivía una existencia ética. La ciencia filosófica por excelencia no era la pregunta de en qué cosa consiste el ser del mundo, sino el problema de por qué el mundo es como es y no como debería ser. Es decir, su índole metafísica radicaba, a fin de cuentas, en un ámbito deforma mentís kantiana con la cual revestía su conciencia fundamentalmente cristiana. Su filosofía no era la simple fides quaerens intellectum, sino la Razón-racionalidad que se sabe distinguida y subrayada por una especie de aire divino. Sentía, como los viejos teólogos y filósofos españoles del siglo XVI, que su vida-magisterio tenía que ejercerlo sub specie aeternitatis. De ahí, tal vez, su ferviente radicalidad y sus sistemática oposición a todo compromiso que no fuese el de la verdad o la justicia. Para Porfirio casi no había posiciones intermedias ante cuestiones que implicasen compromisos vitales o existenciales o, a veces, elecciones políticas. Era, para
bien o para mal, de una sola pieza ante las disyuntivas existenciales, no porque tuviese una única mirada o tuviese un solo horizonte lineal. Sobre todo, en el ámbito de las ciencias sociales intentaba llegar, como lo hicieron ilustres predecesores, a la raíz misma del hombre: a la conciencia. Y ésta, éticamente desbordada, era la que debería impregnar y liberar el entorno social y revolucionar las estructuras. Miranda no concebía la ciencia sin la razón crítica, ni la fe que contemporáneamente intentaba acomodarse a diferentes ídolos. Por eso se servía de la filosofía, de la historia, de la literatura. El mensaje bíblico, siguiendo la inspiración, a mi entender, cusana, brunianay sobre todo hegeliana, lo historizó; y lo terrenal y mundano lo divinizó. No fue un hombre para todas las estaciones, en el sentido de un fácil acomodo a las muchas interpretaciones hoy en boga. Por eso su pensamiento, directo y a veces corrosivo, le sirvió para ir desnudando los múltiples mitos alienantes.
Porfirio Miranda nace en Monterrey, México, el 15 de septiembre de 1924. Estudia filosofía en la Universidad de Loyola, en Los Ángeles, USA. Posteriormente se traslada a Roma y a Frankfurt, donde prosigue sus estudios de filosofía y teología. En Munich se especializa por dos años en economía y en Roma, en el Instituto Bíblico, obtiene el grado en ciencias bíblicas. Ya en México, dentro de un intenso trabajo social, donde anima movimientos sociales importantes, inicia su docencia en la Universidad Nacional impartiendo la asignatura de Filosofía del Derecho y posteriormente la de Ciencias Bíblicas en el Seminario de los Jesuítas de México. A partir de 1975 inicia su magisterio en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana. En esta universidad lo vimos luchar no contra molinos de viento, sino contra los reales “juegos de lenguaje”, los de una academia que camuflaba y mediatizaba las cadenas de los eternos Epictetos en aras de los siempre oportunos cientificismos de los innumerables Marco Aurelios. En esta universidad, Porfirio no veló sus armas. Combatió bíblicamente, con las armas propias de una razón que, en ocasiones, parecía tener preeminencia sobre las pasiones. Creo que Porfirio sabía, pascalianamente hablando, aunque no lo expresara, que “el corazón tiene razones que la razón no comprende”. Era, ni más ni menos, una racionalidad impregnada de un profundo sentido ético. Era una eticidad que, embriagada o vestida de racionalidad, lo hacía transitar caminos nuevos o bregar en los difíciles linderos de lo que se considera verdad o error. Por eso, la palabra re\>olución aparecía en su escenario natural. Sin embargo, todo su horizonte estaba iluminado o movido por el concepto de verdad. En realidad, nunca dejó de ser y parecer un intelectual de tradición grecolatina.
Porfirio Miranda alternaba docencia e investigación. Profundo conocedor de Marx y Hegel y, en general, de la cultura del Occidente europeo, trataba de analizar los problemas de América Latina a la luz de la ‘ ‘crítica’ ’ de la tradición helénico- cristiana; pero, al mismo tiempo, hacía un diagnóstico de esa cultura europea teniendo en cuenta las condiciones de injusticia de los pueblos latinoamericanos. En ocasiones esta crítica era acérrima, profundamente filosófica aun en su radicalidad. Era una crítica contundente, con el trasfondo de quien conocía el mensaje bíblico y las ciencias sociales, en especial la filosofía alemana y, dentro de ella, a Hegel y Marx. En aras de la verdad, su verdad, y lo que él consideraba su camino, se enfrentó al tradicional y cómodo magister dixit y, sobre todo, no permitió que su magisterio se erigiera en paradigma ad usum principis. Psicológicamente podría estar contra el mundo, a lo Kierkegaard, porque sabía sin cortapisas que su discurso lo hacía, como el filósofo danés, de pie y delante de Dios. Del Dios de Porfirio, ciertamente, que no era el “Dios” de los filósofos, aquel a quien, según Heidegger, no se le puede rezar ni danzar. Más bien era el Dios bíblico, aquel Iahvé que es “el que es ”, aquel principio-unitario que vivifica un mundo (como el De Bruno), el Dios de la “gran espera” de Kant o el Dios que no se puede sino mostrar, a lo Wittgenstein, pero que da sentido y significación a la finitud del tiempo del hombre concreto, inclusive aquel que cree que ha roto todas las crisálidas y se cree también secularmente autónomo. Es evidente que el Dios de Porfirio Miranda no era el hombre, en sentido ontológico o metafísico. En este renglón lo vi mucho más cerca de Kierkegaard que de Hegel; paradójicamente más cerca del mensaje humanístico de Feuerbach que del “especulativo” de Maritain. Más bien, Pascal y Descartes en ensamblaje porfiriano.
- Porfirio Miranda fue un hacedor de libros. Empieza con Hambre y sed de justicia en 1965. En 1971 publica Cambio de estructuras yen 1973 un libro, para muchos, revelador: El ser y el Mesías. Después vendrían Comunismo en la Biblia (1981) y un éxito de librería: Marx y la Biblia, en 1971. En 1978 publica El cristianismo de Marx, en 1983, Apelo a la razón y en 1989, Hegel tenía razón, entre otros. Los últimos nos mostrarán al mismo Porfirio, aunque tal vez con diferentes lenguajes.
En esta pequeña y somera reseña bibliográfica nos detendremos únicamente en El Ser y el Mesías. Dejaremos para otra ocasión sus otros libros. Ojalá Porfirio nos condenara a explicarlo. Sería la señal de que está vivo. Lo sé: nadie, menos un filósofo como Porfirio, muere del todo.
En El ser y el Mesías, Miranda utiliza las mej ores herramientas de la filosofía de Kierkegaard, Heidegger y Sartre, con el pensamiento del auténtico Marx siempre de fondo, y teniendo el mensaje bíblico por delante, para analizar las íntimas y fundamentales motivaciones de la dominación del hombre por el hombre. La trama secreta, pero viva, de las alienaciones de tipo cultural en el sistema capitalista, de las deficiencias y errores de quienes han perdido la brújula del auténtico socialismo y marxismo. Una temática que recorrerá todos sus libros posteriores es la crítica a la filosofía de la opresión, intelectual, moral, institucional y económico-social. Duro y pesimista en el diagnóstico, esperanzador en su pedagogía y en la mirada hacia el porvenir. La palabra de Porfirio no contemporiza, sino interpela, filosofa de una manera radical. No se trata de exaltar a un proletariado, como lo hiciera durante muchos años el lenguaje panegirista tradicional. En este libro Miranda no ve la realidad en blanco y negro, como una lucha entre buenos y malos. Por eso utiliza a Kant. Hace un análisis a fondo, dentro de la historia social, del sentido de la culpa y de la dominación. Y hace hincapié, como Kant, en el valor intrínseco del apelar a la conciencia, lugar fundamental de complicidades y de autonomías liberadoras. Porfirio subraya uno de los mensajes que detecta en el existencialismo: el sistema capitalista tiene tomada una plaza en el interior de cada uno de nosotros. Debemos destruir una opresión de milenios, tarea por demás difícil por cuanto está radicada en la conciencia. Y sólo el apelar a la conciencia puede “totalizar, en dimensión mundial, la revolución” (p. 14 de la edición de Sígueme, Salamanca), que fuera una de las temáticas desarrolladas por el filósofo A. Gramsci en su Reforma intelectual y moral de la sociedad. Por esta razón, Porfirio rescata el mensaje kantiano: el Dios verdadero “no tiene nada que ver con la ontología, sino que se identifica con el imperativo ético” (ibid., p. 34). Es decir, el concepto de Dios que Porfirio maneja no es reductible a Dios como un primer motor aristotélico, causa tan sólo del movimiento; no es el Dios causa, tan sólo, de un mundo, no es un Dios- ente como un ser hombre grandote, pero al fin de cuentas explicable con la misma entidad ser de la razón del hombre. En este renglón Heidegger, tal vez siguiendo la profundidad de Hegel, tenía razón en exigir la develación del ser. Del ser que es el Pastor del ente, no el señor. Y según creo, Porfirio iría en esa línea. Pero para eso no necesitaba ni a Aristóteles para criticarlo ni a Heidegger, en este renglón específico, para asumirlo. Dios no es un ente, al estilo de la terminología “esencialista” griega. El Dios de la Biblia es un Dios ético. Según Porfirio, Heidegger está muy mal informado cuando sostiene que “el sujeto
absoluto” son restos de teología en la filosofía. Lo contrario, afirma Porfirio, y no sin razón, es la verdad: “de la filosofía platónica cogió la teología las verdades eternas” y el concepto de “sujeto absoluto” de la filosofía de Descartes, de Spinoza y de Hegel. Por consiguiente, Dios es un imperativo ético, no un concepto reductible a una racionalidad vacía de contenidos morales. La problemática existencialista está planteada: un Dios que “no haya venido a deshacer el infiemo en que los hombres hemos convertido la vida, es un Dios despiadado” (p. 34). Tendríamos obligación de combatirlo. Dios es eticidad, como una buena interpretación de Kant lo notaría, no un simple concepto abstracto de la filosofía que no se implica en el mundo, como también una buena interpretación hegeliana lo exigiría. Creo que en este punto Porfirio hace una buena interpretación kantiana de la historia y del mensaje bíblico. Faltaría, a mi juicio, extenderla teniendo en cuenta también la lectura hegeliana de la filosofía griega de los estoicos. El sentido del hombre, así, no sería otro que el contenido, a nivel del devenir histórico, del concepto auténtico de Dios. Aquí, creo, aun en la forma moderna secularizada de la filosofía hegeliana, se escondería el verdadero y auténtico Señor del ser: la aletheia heideggeriana.
Porfirio, por otra parte, era un enamorado de la razón. Pero no de una razón fuera del mundo y en esto es hegeliano. En todo caso sería bruniano, ficiano y agustiniano. Su Dios no es el Dios racionalista, tipo Newton o el Dios de los filósofos racionalistas del siglo XVEH. Es, más bien, el eschatón mesiánico, el que da sentido a la historia universal y se realiza, o debe realizarse éticamente, aquí en el mundo: en la identidad de la verdad cristológica y el imperativo del amor, en laño separación entre dogmática y moral (aquí, creo, unElegel corrigiendo a un Kant), en la identificación del Dios verdadero no con la ‘‘ontología” grecolatina, sino, según Porfirio, con el imperativo ético. Por lo tanto, un Porfirio metido en la, inclusive, finitud del tiempo: en ese “aullar entre lobos” hegeliano o en esa civitas hominis agustiniana es donde florecen por igual el “trigo y la cizaña”, en espera, tal vez utópica, de que el león pueda pastar con el cordero. Finitud de mirada platónica, ciertamente, porque incluía la ascesis continua hacia la idea suprema del Bien de la lógica del autor de La República.
S in embargo, Porfirio también hacía una lectura feuerbachiana y pascaliana de la historia y de la Biblia; y creo que en gran parte, en lo que a Dios Mundo se refiere, también hegeliana. El Dios de la Biblia es Cristo mismo. Pero no el Cristo deshistorizado, destemporalizado, como si fuese sólo “el Cristo de la Fe” (p. 83). Más bien es el Cristo que, dentro de la temporalidad, es capaz de “revolucionar
la historia humana” porque no se hipostiza, volviéndolo un elemento meramente sacral, o no lo convierte en un Dios-ídolo, objeto tan sólo de una dogmática especulativa, donde tan sólo es objeto de estudio “científico”, lejos del mundo ético y todavía más lejos de los sufrimientos e injusticias. Creo que en este punto se podría desarrollar más el pensamiento de Porfirio, sobre todo profundizando la relación que nos puede proporcionar Kant en su valoración de la subjetividad y eticidad y Hegel con el elemento de la totalidad y universalidad. Creo que Porfirio, en libros posteriores, rescatará sobre todo la dimensión hegeliana. En este aspecto, en Porfirio, siguiendo la reflexión feuerbachiana y hegeliana, sí hay una especie de “Dios” que debe morir, es decir, aquel que es la mera imagen o reflejo de la conciencia del hombre. Sería un ídolo, un ente más como cualquier ente, que no daría significación ni sentido a la existencia humana. Creo que aquí tendríamos que hurgar en la obra posterior de Porfirio. Hasta qué punto, y con qué lenguaje, seguiría por esta línea.
- Por lo demás, el Cristo de Porfirio, por consiguiente, no es hipostasiado mecánicamente. Es parecido al Cristo de Hegel, ya que éste a lo infinito de la dominación le opone el amor como sentimiento de la vida. En Hegel no se da un deus in terris como si se diese, en oposición, un deus in coelis. Dios es, en Porfirio, la Palabra, que es “ruptura de soledad”, negación del idealismo (tradicional) y del solipsismo (ibid., p. 121). O tal vez sea mejor decir que el Cristo de Porfirio personificaría al Dios Amor de Agustín de Hipona: el paradójico Ama et fac quod vis.
La palabra es alteridad, interpelación, no un mero instrumento. Por lo tanto, la palabra no es únicamente utilización; no se debe entender, como cierta interpretación marxista lo sostiene, “como instrumento de los fines y necesidades del yo, como prolongación y brazo largo del utilitarismo del yo”, que permanece en su “casa idealista”, “encapsulado en el mundo solipsista diseñado por el yo” (p. 121). Si no se supera este aislamiento se tiene el peligro de mediatizar al prójimo y no se supera, por supuesto, la visión capitalista. La palabra es Amor, como en Kant sería el imperativo del deber. El Dios del cristianismo pide relación con el prójimo en la justicia y en el amor, no relación directa y única con la divinidad, que prescinde del “otro” y “por eso se encierra en el solipsismo” (ibid., p. 133).
El Dios de El ser y el Mesías no es, pues, el Dios-ídolo de una religión donde se rinde culto a un Dios sólo invocado y amado directamente, dando la
espalda al Dios auténtico de Jesucristo: el saber que el Christós es el Mesías, un éschatón que no es para el fin de los tiempos o tan sólo para el más allá o que se manifiesta solamente en una “historia del espíritu”, tipo Croce, sino que es resurrección que ya está en el mundo y que es transformación del mismo mundo. “La antigua y moderna desmitologización -afirma Porfirio- reduce el mensaje evangélico a vivencias interiores o a futuros siempre diferibles, sin caer en la cuenta de que ésos si son mitos y no la lucha realista por transformar la natura” (ibid., p. 178). Aquí Porfirio Miranda no sólo tiende un puente con el mensaje revolucionario de Marx, sino que lo rescata en todo su valor de transformación de estructuras. Marx, no el “marxismo” tout court.
Y del concepto de Dios se pasa lógicamente al concepto de Reino. En éste no se separa lo espiritual de lo material. Para el pensamiento bíblico joaneo el Reino es una realidad colectiva y supraindividual donde la justicia que debe transformar es justicia de todos los hombres entre sí. Por eso Porfirio critica ese idealismo y espiritualismo que trata de separar fe y justicia, transformación moral y transformación material de la humanidad. Algo parecido a la crítica que hizo Hegel a la pretendida separación kantiana entre moralidad y legalidad, entre ética y derecho, entre ética y política, entre intención moral y realidad, y esto aunque sepamos que Kant, al fin de cuentas, postulaba una ética valorativa objetiva, no meramente formal. En este sentido, debemos aclarar que el verdadero marxismo sale reivindicado, al tratar de aclarar y transformar el proceso histórico en su totalidad. Es la realización mundial de la justicia. Pero sólo es posible si no desgarramos la realidad y la totalidad, si no ponemos la moral en un lado y lo físico y material en otro. Sin embargo, el Dios que suscita ese imperativo moral no es aquel que despierta sólo “adoración religiosa de sí”, sino aquel que deshace “el infiemo de crueldad y de muerte en que se ha convertido la historia humana”. Un Dios que tolera injusticias y dolor es un ídolo.
El Ser y el Mesías intenta, por consiguiente, desmitificar el mensaj e bíblico y quitarle esas ataduras que lo convierten en intemporal o en ahistórico. Para esto Porfirio se sirve de autores clásicos, de su propia lectura de la filosofía grecolatina que es, a fin de cuentas, la que le proporciona esa racionalidad y ese apasionamiento que desborda en todas sus páginas. Razón, pues, pero impregnada de eticidad. Revolución, ciertamente, pero sin olvidar el continente de lo subjetivo y el valor íntimo del mundo de la conciencia.
Porfirio fue siempre un pensador incómodo. Como debe serlo todo intelectual que no está ad usum delphini. Cuestionó siempre su tiempo histórico,
sobre todo en lo que tiene de establishment, de estructuras consolidadas de injusticias en lo que él entendía por justicia y por normas éticas. Nunca fue pensador solitario encerrado en su torre de marfil. No practicó ni lafuga mundi ni evitó ubicarse en el dintel del peligro de mancharse las manos. No fue el equilibrista académico que dosificaba con oportunismo los golpes en la arena intelectual, y su convicción de misión seguramente estará en paz, en ese Reino de Dios que augurara en las últimas páginas de su Marx y la Biblia, un Reino de amor auténtico. Y nosotros, compañeros de viaje y de escenarios, tendremos que agradecer su figura y celebrar su pasión por la verdad y la justicia.
[I] Profesor-investigador del Departamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa.
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