

La Farsa Llamada Escepticismo
José Porfirio Miranda
Revista La Jornada Semanal, No. 201; Abril 18, 1993; pp. 34-42.
El autor de este ensayo nos previene contra los peligros de esta posición filosófica.
El escepticismo se ha puesto de moda, pero eso no demuestra que el escepticismo sea lógicamente sostenible. Que alguna actitud esté de moda es un hecho que a las personas razonables no debe impresionarles. Comte fue quien introdujo ese tipo de raciocinio sofístico cuando, para recomendar el positivismo, dijo que la humanidad recorre primero una etapa teológica, después una metafísica, y finalmente una positiva. Aunque tal sucesión fuese real (y no lo es), así se demostraría que la mentalidad positiva es posterior a la metafísica, no que es mejor “Cronológicamente posterior”, no es sinónimo de “más apegado a la verdad”. El geocentrismo de Tolomeo fue cinco siglos posterior al heliocentrismo de Aristarco de Samos, pero el equivocado fue Tolomeo. Ni la verdura enlatada es mejor que la verdura fresca, ni la camiseta de nylon es mejor que la de algodón. Hacen demagogia quienes creen presentar un argumento cuando dicen: esa idea es del siglo pasado. Y bien, ya me dijiste la fecha; ahora veamos si la idea es verdadera o falsa.
Es increíble que un filósofo argumente como lo hace Habermas cuando dice: “esos conceptos fuertes de teoría, verdad y sistema que, desde hace por lo menos 150 años, pertenecen al pasado” (1). Eso no es dar razones sino hacer demagogia; en el presente artículo no haremos caso alguno de ese tipo de razonamientos que revelan impotencia. Por cierto, igualmente demagógico es Adorno cuando dice: “El ideal de la filosofía husserliana, que es la seguridad absoluta según el modelo de la propiedad privada, está impregnado de miedo” (2). No vale la pena responder a tales cuchufletas, dizque psicoanalíticas, revestidas de izquierdismo. En filosofía se necesitan demostraciones, no pullas.
Aquí vamos, primero, a demostrar que el escepticismo es contradictorio. Después haremos ver que los escépticos mismos ya se dieron cuenta de ello y están inventando mil piruetas para tratar de que la contradicción no se note. Finalmente indicaremos las raíces del escepticismo, que son lo más importante. Ahí se verá la farsa.
El escepticismo es autocontradictorio
1) En estos momentos la más socorrida formulación del escepticismo es ésta: “La filosofía no dispone de ningún especial acceso a la realidad”. Quieren decir que sólo las ciencias empíricas conocen la realidad y que a la filosofía le toca únicamente registrar, aceptar y ordenar los resultados de esas disciplinas, lo cual equivale a decir que la filosofía debe desaparecer. Como dice Wittgenstein, “los problemas filosóficos deben enteramente desaparecer” (3). Y Habermas explícitamente se adhiere a “la correcta intuición de que la filosofía ha perdido su autonomía frente a las ciencias con las que debe cooperar” (4). Rorty lo plantea así refiriéndose a su propio libro: “El objetivo de la obra es acabar con la confianza que el lector pueda tener en la mete […] en el conocimiento […] y en la filosofía como se viene entendiendo desde Kant” (5).
Y bien, tomemos la tesis en su formulación escuela ya mencionada: “La filosofía no dispone de ningún especial acceso a la realidad”. Evidentemente esa tesis es filosófica, no científica; y por lo visto dispone de especial acceso a la realidad. Por consiguiente, la tesis es autocontradictoria.
En efecto, sólo quien está conociendo la realidad puede decir que fulano no la conoce. Si el habitante no tuviera acceso a la realidad, ¿en qué se estaría basando para sostener que las afirmaciones de fulano no se adecuan a la realidad? Pero la tesis mencionada no es científica sino filosófica, pues ningún dispositivo de la física o de la química permite instaurar experimentos cuya consecuencia lógica sea la tesis mencionada. Si algún físico la pronuncia, la pronuncia como filosófico, no como físico. Por tanto, la tesis misma supone que la filosofía tiene acceso a la realidad: cosa que el enunciado mismo niega; por tanto, se contradice.
2) Una segunda formulación del escepticismo es ésta: “Solamente la matemática, la lógica y las disciplinas empíricas son científicas”. Mediante la omisión y la enumeración exhaustivas lo único que esta formulación quiere decir es que la filosofía no es científica y que por tanto sus presuntos conocimientos deben descartarse. No voy a documentar con los protagonistas del escepticismo esta segunda formulación ni las siguientes, porque el presente escrito se alargaría demasiado. Pero tomemos la tesis tal como la acabamos de entrecomillar. Evidentemente es una especulación sobre lo que es ciencia y lo que no; de ninguna manera es una tesis matemática ni lógica ni empírica; por consiguiente, en virtud de lo que ella misma asevera, la tesis es anticientífica. Por tanto, su contenido debe descartarse. Resulta que el escepticismo no puede formularse sin descartarse automáticamente a si mismo.
3) Quizá la formulación más popular del escepticismo es ésta: “Sólo lo empíricamente demostrable es científico”. Obviamente lo único que esta tesis quiere es rechazar los juicios morales y la demostración de la existencia del espíritu; pero sin darse cuenta está rechazando también la matemática, y con ella la física que es una disciplina hoy completamente matematizada. Sin embargo, tomemos la tesis tal como suena. Evidentemente la tesis misma no es demostrable por medios empíricos: no es empíricamente demostrable que sólo lo empíricamente demostrable es científico. Por tanto el escepticismo es anticientífico, pues el escepticismo consiste en esa tesis.
De nada serviría replicar que se trata de una tesis metacientífica. Barato recurso el de inventar un departamento de metaciencia para tomar de ahí las proposiciones que me convengan sin tener que defenderlas científicamente. Pero yo no tengo inconveniente en que la tesis “Lo que no se demuestre empíricamente es anticientífico” sea llamada metacientífica. Lo que sucede es que, en virtud de lo que ella misma dice, además de metacientífica es anticientífica.
4) Una cuarta formulación (docta esta vez) del escepticismo es la que reza así: “Solamente las proposiciones tautológicas son verdaderas”. Tautológico, ya se sabe, es expresar en el predicado lo que ya estaba contenido en el sujeto, por ejemplo afirmar que el hombre es racional o que el triángulo tiene tres ángulos. Lo que esta cuarta formulación quiere decir es que no podemos adquirir nuevos conocimientos, que no podemos conocer la realidad, pues la tautología no es conocimiento de la realidad, la tautología se sostiene sea la realidad como fuere. Reflexionemos sobre esta cuarta tesis en sí misma. Como cualquier lógico sabe, se debe traducir o reformular así: “Toda proposición verdadera es tautológica”. Pero evidentemente esa proposición no es tautológica y la están presentando como verdadera; por tanto, en los hechos se está significando que no toda proposición verdadera es tautológica, y así se contradice el contenido mismo de la proposición que se presenta. Para ser tautológica, la tesis en cuestión debería más bien rezar así: “Toda proposición verdadera es verdadera”. Pero es evidente que no es eso lo que los escépticos quieren decir; por el contrario, tienen intención de formular una tesis muy fuerte, no un lugar común; en el predicado quieren expresar algo que no estaba contenido en el sujeto.
5) Otra formulación del escepticismo es ésta: “No hay juicios sintéticos a priori”. Pero ella misma es un juicio sintético a priori (6), lo cual mueve un poco a risa. Como se sabe, sintético es un juicio cuyo predicado no expresa algo que ya estuviera contenido en el sujeto. Los sostenedores de esta quinta tesis sólo aceptan tautologías o juicios sintéticos a posteriori (o sea empíricos). No está muy claro si con su tesis quieren decir que no hay o que no debe haber juicios sintéticos a priori. Si lo primero, los hechos refutan la tesis, pues a la palabra “todos”, que necesariamente ocurre en la formulación de toda ley científica no corresponde dato empírico alguno; sólo vemos “algunos” casos; no vemos “todos” los casos; y hay leyes científicas que no son tautológicas; son juicios sintéticos a priori, por consiguiente. Además, yo puedo inventar en cualquier momento un juicio sintético a priori, por ejemplo “La tierra se mueve en espiral”. De que los hay, los hay. Lo único que los escépticos pueden querer decir es que no debe haberlos. Pero entonces se trata de un precepto (obviamente no tautológico), y ningún precepto es a posteriori, pues ningún precepto quiere decir cómo son las cosas, sino cómo deben ser. Por tanto, esta quinta formulación del escepticismo es juicio sintético a priori, pese a que dice que no debe haberlos o que los hay.
6) La más conocida de las formulaciones del escepticismo es ésta: “No hay verdades absolutas”. Respondo: esa. Con otras palabras, respondo: o bien esa sexta tesis es verdad absoluta o no; si lo primero, luego sí hay verdades absolutas; si lo segundo (es decir, si la tesis no es verdad), entonces su contenido es falso, y por tanto sí hay verdades absolutas.
7) Enumeremos como séptima la formulación de Habermas “No hay fundamentación ultima”, o sea, ninguna proposición está fundamentada hasta lo último. Y bien, “fundamentado hasta lo último” significa apodíctico, absolutamente verdadero. De suerte que esta tesis de Habermas equivale por completo a la que acabamos de considerar en sexto lugar.
8 ) Una octava formulación: “Todo es cierto”. Es una de esas curiosas proposiciones, como “Todo es inexistente”, que para tener algún significado necesitan ser falsas. Así como inexistente es una palabra que sólo adquiere significado por contraste con algo existente, así incierto es una palabra que solo adquiere significado por contraste con algo cierto. Nunca se nos habría ocurrido la idea de llamar incierto a algo, si no fuera por contraste con algo cierto que estábamos conociendo directamente, por lo menos la propia realidad del que habla o piensa. Por tanto, como “Todo es incierto” se requiere que exista algo cierto. Por consiguiente, la frase es falsa e implícitamente contradictoria. Además, se presenta como cierta, y por tanto todo es incierto.
9)Karl Popper formula su escepticismo así: “Una proposición que no sea empíricamente falsificable es anticientífica.” Popper ya comprendió que ninguna proposición universal se puede demostrar por medios empíricos (como la tercera formulación arriba mencionada suponía) porque las experiencias sensibles se refieren a “algunos” o “muchos” casos y eso no justifica que afirmemos “todos”. Entonces Popper se conforma con este criterio de cientificidad: es más racional sostener una proposición que no ha sido falsificada por la experiencia que una ya ha sido falsificada por la experiencia. De todos modos cree Popper conseguir así lo que el escepticismo anhela: clasificar como anticientíficos los juicios morales y la demostración de la existencia espíritu, pues ni los unos ni la otra pueden ser demostrados o falsificados por datos sensibles. Y bien, Popper se contradice dos veces. Primera, para considerar falsificada una proposición se necesita suponer leyes universales que digan “todos” (casa que Popper excluye), porque si no hay constancia en la natura, una proposición hoy falsificada podría ser válida mañana (7). Segunda, la tesis “Una proposición que no sea empíricamente falsificable es anticientífica” no es ella misma empíricamente falsificable (es una teoría a priori sobre cientificidad), y por tanto es anticientífica en virtud de lo que ella misma afirma. frente a esto a Popper no le quedó más remedio que decir: mi tesis “descansa en una resolución irracional” (8). Pero si aún su criterio de racionalidad es irracional, se sigue que es incierto. Entonces la posición general de Popper equivale a decir que todo es incierto, lo cual es la octava formulación del escepticismo que acabamos de demostrar contradictoria.
10) El escepticismo de Gadamer es un poco menos burdo. Dicho autor considera -y en eso no le falta razón- que averiguar si es verdadera o falsa una convicción profesada por otra cultura u otra época sería entender esa convicción mejor que lo que seres humanos de esa época o cultura la entendían. Pero como Gadamer no cree en la verdad, lanza la tesis: “Nosotros podemos entender esas convicciones de manera diferente pero no mejor” (9). Pues bien, es obvio que ahí hay contradicción: Gadamer presenta su tesis como verdadera; no quiere que la entendamos “de manera diferente”; quiere que la entendamos como verdadera.
11) Se parece mucho a la tesis de Gadamer la teoría wittgensteiniana de los juegos linguales, solo que Wittgenstein se refiere a todas las convicciones o modos de pensar (los llama juegos linguales). Le niega a la filosofía la capacidad de juzgar si son verdaderos o falsos. Dice que cada juego es una unidad perfecta, rígida y hermética, de suerte que nadie puede entender el juego lingual en cuestión sin sumergirse por entero en él aceptando todas las reglas del mismo; por consiguiente, la pretensión filosófica de juzgarlos desde fuera es radicalmente imposible. Antes que nada conviene notar que llamar juego al habla es una manera metáfora; como definición no sirve, pues no logra distinguir al habla de otras realidades. Dirá Wittgenstein que un juego es un conjunto de reglas, pero con eso no consigue siquiera definir el juego, pues también la circulación vehicular es un conjunto de reglas y no tiene de juego nada, y también cada computadora del Pentágono es un conjunto de reglas y nadie nos convencerá que el manejo de las bombas atómicas es un juego. Y todavía, después de definir juego, cosa que no logra, tendría Wittgenstein, para que entendamos a qué se refiere cuando menciona al habla, que precisar en qué se distingue el habla de otros juegos. Defender una tesis a punta de vaguedades es científicamente inaceptable. Las metáforas no demuestran nada.
Pero además, Wittgenstein se contradice por partida doble. Contra la filosofía arguye que, como cada juego lingual es particular e incomunicable y monadico, es imposible hacer pronunciamientos universales; pero la teoría de Wittgenstein es universal: dice que todas las convicciones son juegos linguales: la contradicción es patente. Y en segundo lugar, la teoría de Wittgenstein tiene que aceptar evidentemente que también la filosofía es un juego lingual; ¿cómo puede Wittgenstein criticarla desde su propia teoría si es imposible que un juego lingual critique a otro? (10)
12) Como duodécima y última formulación del escepticismo consideremos la más trillada de todas: “Todo es relativo”. Está claro que esa tesis no se presenta como relativa; de manera que hay contradicción; pero en este punto necesitamos detenernos, primero para denunciar la total indisciplina mental que reina entre los escépticos, y después para profundizar el asunto.
La tesis “Todo es relativo, no existe un deber moral absoluto” suele pronunciarse como conclusión. Como conclusión de mucho estudio y conocimiento de la historia y de sus diferentes épocas y culturas. Ya es hora de que alguien les pregunte: ¿cómo es el silogismo? Si se trata de una conclusión, ¿cómo es el proceso lógico de inferencia? Dice el relativista que en la historia él encuentra convicciones morales diferentes, o sea deberes relativos a las diferentes culturas y épocas. Y bien, entonces no puede usar la expresión “deber Absoluto” en la conclusión, pues en las premisas ese término no ha ocurrido. Por ejemplo: si en las premisas de un silogismo no se ha mencionado a los mamíferos, mencionarlos en la conclusión es siempre un sofisma. Es como si alguien dijera: “He encontrado patos, por tanto no existen las ballenas”. En primer lugar, del hecho de que no haya encontrado deberes absolutos no se sigue que no existan. En segundo lugar como los deberes morales absolutos no son datos sensibles (la conducta no es lo mismo que el deber frecuentemente le desobedece), es muy posible que hayas encontrado deberes absolutos y no los hayas sabido reconocer. Y en tercer lugar, del hecho de que haya habido dos deberes opuestos, lo único que se puede inferir es que los dos no pueden ser absolutos: es ilegítimo inferir que ninguno de los dos es absoluto.
Profundicemos. Quien niega que exista deber absoluto ¿de dónde saca el significado inconfundible y estupendo de ese concepto? Por cierto, nadie debería hablar de estos temas sin haber entendido la diferencia entre imperativo absoluto e imperativo condicionado: “Si no quieres cárcel ni reprobación social observa tal conducta” es imperativo condicionado. “Si quieres evitar penas eternas compórtate así o asá” es imperativo condicionado. En cambio “Yo no puedo torturar a nadie, simplemente porque eso no se debe hacer” es imperativo absoluto. Y no se crea que la moral kantiana es refinamiento purista: cuando cualquiera de nosotros se da cuenta de que cierta acción, por ejemplo torturar es detestable en sí misma, la idea de castigo o premio no entra para nada; estamos frente al imperativo absoluto. Es verdad que sin educación el hombre no llega a ser hombre, pero eso significa que la educación lo hace atender la existencia de un imperativo que el hombre percibe por su cuenta, el cual no puede confundirse con los imperativos de la sociedad, ya que éstos, por definición, sólo pueden ser condicionados; la sociedad sólo puede castigar (aunque sea únicamente desaprobando) o premiar (aunque sea únicamente alabando). Como Hume mismo hizo constar (11), si la sociedad, dirigiéndose al individuo, usara las palabras “deber absoluto” o “acción detestable en sí misma”, el individuo no entendería nada si no hubiera conocido en autoconciencia un imperativo absoluto, una prohibición absoluta. Repetimos la pregunta: quien niega que exista deber absoluto ¿de dónde saca el contenido inconfundible de ese concepto? Sólo puede provenir de un imperativo absoluto que el mismo relativista percibe o ha percibido. Por tanto, la existencia del deber absoluto es contradicción de posibilidad de la teoría o tesis que lo niega.
Cabriolas y disimulaciones
Como quiera que se formule, el escepticismo es una teoría del conocimiento, una epistemología. Aún la escuela tesis de que no hay verdades absolutas lo que dice es que el conocimiento humano no es capaz de llegar a proposiciones verdaderas; aún quien afirma que sólo la matemática y la lógica y las disciplinas empíricas son ciencia, lo que dice es que la metafísica no es conocimiento científico. Pero como la teoría del conocimiento no es ni matemática ni lógica ni disciplina empírica, es metafísica. Por tanto, el escepticismo, aunque consiste en una teoría del conocimiento, tiene que ocultar el hecho de que él hace teoría del conocimiento. Por eso quiere Wittgenstein que su lector, después de leer el Tratado, haga como si el Tratado no existiera: “Debe arrojar lejos la escalerilla después de haber subido por ella” (12). El escéptico necesita que siga en vigor su tesis porque si no el escepticismo no existe, pero al mismo tiempo necesita que no exista el hecho de que la ha afirmado, porque ese hecho basta para demostrar que la tesis es contradictoria. La solución es una gran cabriola: subir por una escalerilla como si la escalerilla no existiera. ¿Hay alguien que no encuentre risibles esas maniobras?
Apréciese la escalerilla de Derrida: “En la abertura de esta cuestión, ya no sabemos. Lo que no quiere decir que no sepamos nada, sino que estamos más allá del saber absoluto (y de su sistema ético, estético o religioso) en su dirección a aquello a partir de lo que se anuncia y decide su clausura. Una cuestión tal sería legítimamente entendida como que no quiere decir nada, como no perteneciendo ya al sistema del querer decir” (13).
En otras palabras; después de decir todo lo que quiso decir, Derrida exige que hagamos cuenta como si no hubiera querido decir nada.
Todo el “pensamiento débil”, que se ha puesto de moda en ciertas latitudes, es la misma maniobra: primero afirman (de manera nada débil) el escepticismo total, y después, cuando alguien quiere demostrarles que se contradicen, replican: “No, ese argumento sería válido si mi filosofía fuera fuerte; pero mi filosofía no hace frente, es pensamiento débil”. Así consiguen lo mismo que Wittgenstein: sostener todo lo que les pegue la gana y rechazar, por principio y sin discusión, cualquier argumentación en contra.
Oigase a Habermas en la misma vena: mi filosofía “prefiere una combinación de enunciados fuertes y de pretensiones débiles en lo tocante al status epistemológico de tales enunciados, una combinación que, por tanto, es tan poco totalitaria, que contra ella no puede movilizarse ninguna crítica totalizante de la razón” (14).
También Foucault alega pensamiento débil: “Es exacto que yo no he presentado jamás la arqueología como una ciencia, ni siquiera como los primeros cimientos de una ciencia futura” (15). La idea es ésta: si yo presentara mi tesis escéptica como científica, sería refutable; entonces, mejor la presento como literatura: la literatura no está obligada a demostrar lo que afirma ni a responder a quien le demuestre que se equivoca y que se contradice. Es la misma escalerilla, sólo que, en vez de hacerla desaparecer, la declaramos literatura. Hacen epistemología, pero no quieren que se sepa que hacen epistemología.
También el escepticismo de Teodoro Adorno se presenta como pensamiento débil, aunque con otra terminología: “Para el intelectual que se propone realizar lo que en un tiempo se llamó filosofía, nada hay tan inadecuado en la discusión, y casi quisiera uno decir, en la demostración, como el querer tener razón” (16). Así ya no puede uno refutarlo, pues nos responde que la suya no es una de esas filosofías pretenciosas que aspiran a tener razón. Pero eso sí, antes nos endilgó todas las tesis escépticas del mundo. Y por cierto, es a todas luces evidente que quiere convencernos de que el escepticismo tiene razón.
Rorty hace lo mismo que Foucault: le da a su pensamiento estatuto de literatura. Bastará citar a su admirador Rajchman: “Rorty adapta esta definición de modernismo a su relato de la filosofía desde Kant; contribuye a deshacer las distinciones Kantianas entre ciencia y literatura” (17).
Una cabriola aparentemente muy distinta es la de Heidegger: contra quien demuestra que el escepticismo es autocontradictorio, Heidegger responde que eso no se vale porque es un ataque por sorpresa (überrümpeln: coger desprevenido) (18). Resulta muy simpático que esa “solución” le parezca aceptable a Rorty: “Es una posición difícil pero no imposible. Wittgenstein y Heidegger se defienden bastante bien” (19). Pero la refutación del escepticismo no tiene nada de ataque-sorpresa. Tómese usted su tiempo: es más, si quiere vuelvo mañana; pero téngame una respuesta, no un desplante meramente evasivo, que es tan circense como la escalerilla de Wittgenstein.
La más graciosa de las cabriolas es la que inventa Rorty de su propia cosecha: dice que es de mal gusto demostrarle al escéptico que se contradice. El problema es que quien sostiene que la mente humana no puede conocer la realidad está afirmando que su mente conoce esa realidad llamada mente humana, está afirmando que su mente conoce cómo son las cosas; y por tanto, se está contradiciendo. Rorty sale con esto: “Pensar que Wittgenstein y Heidegger tienen opiniones sobre cómo son las cosas no es estar equivocados sobre cómo son las cosas, exactamente; es sólo mal gusto. Los coloca en una situación en la que no quieren estar, y en la que parecen ridículos” (20). Y bien, en esa situación están, aunque nosotros no lo digamos; y en cuanto al mal gusto, la filosofía se ha jactado de ser muy presentable en los salones de sociedad, pero es su obligación hacer constar que el escepticismo es contradictorio. Pedimos mil disculpas, pero lo hacemos constar.
Más sutil que esa finta de buenos modales es la estratificación del lenguaje inventada por Russell: dice que ninguna proposición debe hablar sobre sí misma, sino que un primer lenguaje ha de hablar sobre los objetos, un segundo lenguaje (metalenguaje) hablará sobre el primero, un tercer lenguaje (metametalenguaje) hablará sobre el segundo, y así sucesivamente. Pertrechado con esa normativa (pues de una normativa se trata), ya puede el escéptico con mano alzada rechazar todos los ataques que le demuestren que se contradice, dado que, cuando él dice “No hay verdades absolutas” y el objetante arguye que o bien esa proposición es verdad absoluta o no (Ef. supra, I, 6), él puede gallardamente rehusarse a responder, por aquello de que está prohibido que una proposición hable de sí misma. Y bien, antes de demostrar que esta escapatoria russelliana es contradictoria en sí misma, conviene hacer dos observaciones, la segunda más detallada que la primera.
Ante todo: ya puede Russell lanzar todas las prohibiciones que quiera, de hecho la tesis del escepticismo no le obedece. El escéptico está diciendo “Todas las otras proposiciones son dudosas, pero esta no”; por tanto, su proposición habla de si misma. La tesis “No hay verdades absolutas” se presenta como verdadera, y por consiguiente habla implícitamente de sí misma. De hecho, todo acierto que se dice en serio se presenta como verdadero; de lo contrario no formaría parte del conjunto de las locuciones atendibles, se substraería del diálogo y comunicación interhumana, sería como el balbuceo de un loco a quien nadie hace caso. Consiguientemente, la demostración de que el escepticismo se contradice conserva toda su astringencia.
La segunda observación es histórica. Se consideraba como paradójica la frase del mentiroso: “Lo que ahora digo es falso”. La prohibición russelliana de autorreferencia se presentó como la única solución posible, más era como patada de chanfle en fútbol: simulaba ir en una dirección pero iba en otra. En realidad se dirigía a defender el escepticismo de la manera que acabamos de señalar. Para resolver la paradoja de Eubúlides no sirve. Por dos razones no sirve. Primera: porque no hay tal paradoja. No es paradójico que alguien enuncie una proposición contradictoria; cualquier hijo de vecino puede hacer eso en cualquier lenguaje o metalenguaje. Paradójico sería que alguien demostrara una proposición contradictoria; eso sí sería quebranto de la racionalidad humana. Después de enunciar su famosa frase, Eubúlides comenta equivalentemente esto: Si mi frase es verdadera, por el mismo hecho es falsa, pues lo que afirma es que es falsa; si mi frase es falsa, es falso que lo que dice sea falso, y por tanto es verdadera. Pero todo ese comentario no es demostración de la frase, sino demostración de que la frase es contradictoria, cosa que ya sabíamos. Lo único que ha sucedido es que alguien enunció una frase contradictoria, cosa perfectamente factible en cualquier momento, y por tanto muy poco paradójica. La segunda razón por la que la prohibición de autorreferencia no sirve es que dicha prohibición resulta tanto innecesaria como insuficiente. Innecesaria porque todo el mundo puede formular una sentencia autorreferente sin cometer contradicción, por ejemplo: “Esta sentencia tiene cinco palabras”. Insuficiente porque es posible cometer contradicción obedeciendo la prohibición de autorreferencia; por ejemplo en lenguaje objetal “Esta mesa es de palo de castaño y no es de palo de castaño”, y en metalenguaje “La frase anterior tiene catorce palabras y no tiene catorce palabras”. Para evitar contradicciones lo único que sirve es tener cuidado. Toda la maniobra de Russell iba en otra dirección, ya dijimos.
Demostremos finalmente que en sí misma es contradictoria la prohibición de autorreferencia. Dicha prohibición tiene que formularse así: “Ninguna proposición puede hablar de sí misma”. Pero “ninguna” implica “ésta tampoco”. Por tanto, la frase habla de sí misma.
Si se prefiere formulación positiva, sería: “Toda proposición debe hablar de objetos o de otra proposición”. Pero “toda” implica “ésta también”. La frase habla de si misma.
Es una norma que se infringe a sí misma en el momento mismo de formularse. Aparte de que no sirve ni para el problema de Eubúlides ni para evitar que el escepticismo sea contradictorio.
Recapitulemos. Todas las cabriolas que disimulan la autocontradicción del escepticismo son autoengaños perspicuos. Y es muy de notar que, si el escepticismo se esfuerza por ocultar su propia contradicción, con ello mismo reconoce la obligatoriedad del principio (no) contradicción y así reconoce que no todo es relativo, pese a que la tesis “Todo es relativo” es esencial para el escepticismo. Claro que no faltará quien niegue incluso estar obligado a no contradecirse, pero lo que nos está diciendo es que medio minuto después él puede sostener lo contrario de lo que en este momento nos dice; con esa declaración él mismo rompe el diálogo, imposibilita la comunicación, y ninguna persona razonable tiene qué hacerle caso.
Las raíces del escepticismo
El escepticismo es un pseudoproblema. Quien dado que la mente conozca la realidad, se figura que la realidad queda “fuera” de la mente; pero como la mente no es algo especial, como no se trata de un barril ni de un recinto, las expresiones “fuera de la mente” y “dentro de la mente” carecen completamente de significado (son como la expresión “silogismo amarillo”), y todo el problema es un masoquismo voluntario. Tampoco se puede definir realidad como lo que queda fuera de la cabeza, pues la masa encefálica y la glándula pituitaria están dentro de la cabeza e indudablemente son reales.
La kantiana cosa-en-sí incognoscible es el prototipo del mencionado masoquismo. Por definición, esa cosa-en-sí carece de toda característica, ya que, si alguna pudiéramos atribuirle, la cosa sería cognoscible; entonces el pseudoconcepto de la cosa-en-sí se elabora a punta de negaciones, esto es abstrayendo de todas las determinaciones de lo real. Es una pura abstracción, y el escéptico postula la existencia de eso que es mero producto del pensamiento, solamente con el fin de atormentarse.
Subyace un falso concepto de realidad, o más bien, una ausencia de concepto de realidad. Quien define real como lo distinto del yo o independiente del yo ¿supone que el yo es real o que es irreal? Si lo primero, la definición resulta falsa porque el yo no es distinto o independiente del yo y sin embargo es real. Si lo segundo, la definición pretende definir lo real en términos de lo irreal, en función de lo irreal, lo cual es absurdo. basta un poco de reflexión para comprender que, si definimos lo real en función de la nada, al definiendum no le llega característica alguna que sea propia de lo real, sino sólo lo característico de la nada, y estaríamos definiendo lo real como la nada, como algo negativo, cuando evidentemente sí hay algo positivo eso es lo real. Si añadimos negación (diciendo “distinto de…”), todo sigue siendo negativo y falta precisamente algo que caracterice a lo real; seguimos en la nada.
La presunta definición “Lo real es lo sensible” se debe a una mera distracción de sus sostenedores, pues ellos saben perfectamente que en las alucinaciones hay datos sensibles y que a tales datos no corresponde realidad alguna; o sea, ellos mismos distinguen entre lo sensible y lo real. Evidentemente, pues, no quieren decir lo que de hecho están diciendo. Por lo demás, todos sabemos que, cuando vemos salir el sol, un tal salir no es real, pues el sol está quieto. Todos sabemos que, cuando vemos que esta mesa está quieta, tal quietud no es real, puesto que la mesa con todo nuestro planeta se está moviendo a 30 kilómetros por segundo. Los físicos saben además algo que es tremendamente importante: esta superficie de la mesa, por muy evidente dato visible y tocable que sea, sencillamente no existe, no hay ahí la continuidad de materia que nuestros sentidos atestiguan, en realidad hay diez mil veces más vacío que lleno (diez mil es la proporción entre el tamaño del átomo y el tamaño del núcleo); la superficie es una mera apariencia, debida a la manera como están hechos nuestros órganos de la vista y del tacto. Si en este mundo hay algo sensible, eso es la superficie; pero si hay algo que no es real, eso es la superficie. Definir lo real como lo sensible es un desacierto superlativo.
Téngase muy presente que quienes definen diciendo que lo real es la materia, como no consiguen indicar qué entienden por materia, siempre acaban retrocediendo hasta decir que lo real es lo sensible, y por tanto están en el insostenible desacierto mencionado. Pero en esto necesitamos detenernos, pues el materialismo constituye el verdadero móvil y raíz del escepticismo. Basta ver las incesantes arremetidas de Adorno, Habermas Y Derrida (y aun de Apel, que aparentemente no es escéptico) contra la filosofía de la autoconciencia, esto es del espíritu; basta constatar cómo toda la obra de Heidegger se dirige contra Descartes, Kant y Hegel. Y en Rorty el caso es flagrante: aunque se vive negando que la ciencia (incluso la física) sea posible, aunque su escepticismo es universal, de todos modos acaba sosteniendo con certidumbre esto:
“Más concretamente, podemos afirmar todo lo que sigue: Toda habla, pensamiento, teoría, poema, composición y filosofía resultará completamente previsible en términos puramente naturalista. Alguna explicación tipo átomos y vacío aplicada a los microprocesos que ocurren dentro de los seres humanos individuales permitirá la precisión de todo sonido o inscripción que se llegue a producir. No hay espíritus” (21).
¿En qué quedamos? ¿No nos había dicho que la mente humana, incluso científica, es incapaz de conocer la realidad? ¿Cómo nos dice ahora con tanto aplomo que la realidad consiste en átomos y vacío?
Esa es la posición general: el escepticismo duda de todo, menos de la teoría que dice que todo es materia. Las poses de escepticismo eran una farsa: lo único que querían era materialismo.
Pues bien, cuando nos dicen que todas las cosas están hechas de materia nosotros naturalmente preguntamos ¿y qué es la materia? Nos responden: aquello de que están hechas todas las cosas. Ah, pues nos ilustran mucho.
Es como si alguien dijera que todas las cosas están hechas de Blictiri, y añadiera: pero no me pregunten qué es Blictiri. ¿No es ya tiempo de que la humanidad mande todos esos caprichos pseudoteóricos a paseo?
Desde luego, resulta solamente pintoresco el remitirse a trocitos cada vez más pequeños de materia, escurriendo el bulto. Nosotros preguntamos qué es pues la materia independientemente del tamaño. Primero dijeron átomos, después núcleos, después partículas subatómicas, y así van a seguir, ¡pero no es ésa la cuestión!, el filósofo materialista tendría que definir materia independientemente del tamaño. Si acude a los físicos en demanda de auxilio, lo que encuentra es esta declaración de Taylor y Wheeler en nombre de todos ellos: “El mejor pensamiento actual no pretende que las partículas no están constituidas por espacio y tiempo” (22). Es decir: los últimos elementos de la materia consisten en espacio, o sea en el vacío, en la nada. La tesis filosófica que dice que la realidad es la materia, si se remite a los físicos retorna simplemente al intento definitorio ya mencionado qué confunde de lo real con la nada, y asimismo al masoquismo que postula como real una cosa que es nada, con el único fin de atormentarse diciendo que no puede conocerla.
Definir materia como lo que tiene partes es enteramente desacertado, pues también muchos conceptos tienen parte, por ejemplo en el concepto de hombre (“animal racional”) “animal” es la primera parte, siendo así que el materialismo quiere precisamente contraponer lo material a los conceptos. Además, lo que descubrió Max Plank fue que un quantum no tiene partes, y los materialistas indudablemente catalogan los quanta entre lo material. Por cierto, cuando dice “tiene partes”, en lo único que están pensando es en una superficie, de suerte que la tesis “Lo real es la materia, y materia es lo que tiene partes” reincide en la ingenuidad de creer que las superficies son reales. Si están pensando en una línea, las líneas son todavía menos reales que las superficies, si cabe.
Tampoco sirve definir la materia como lo que tiene extensión, por ejemplo el concepto de animal tiene mayor extensión que el concepto de cuadrúpedo, y es bien sabido entre los lógicos que, cuanto mayor comprensión tenga un concepto, tanto menor es su extensión. Dirán que todo eso es traslaucio, y que el materialismo se refiere al sentido literal de la palabra extensión: pero lo que preguntamos precisamente es cuál es ese sentido literal, y ahí enmudecen; igual sucede si preguntamos por el sentido literal de “tener partes”. De hecho, cuando dicen extensión están pensando en la superficie; pero ya expusimos que las superficies no existen; son meras apariencias que se deben a la peculiar fisiología de nuestros órganos de la vista y el tacto. Si la materia se reduce a extensión y la extensión a superficie y ésta es mera apariencia, decir que todo es materia equivale a decir que todo es mera apariencia. El materialismo se habría convertido en idealismo del peor género, y aun así no podría esquivar al yo, o sea al espíritu, pues apariencia es aparecer ante alguien; si no hay alguien a quien aparezca, la apariencia no es apariencia.
Ya es hora de encarar el hecho de que materia viene de la palabra latina materies, la cual significa madera, palo. También en griego la palabra hyle significa madera. Decir que los objetos sensibles están hechos de materia ha sido una metáfora carpinteril: sólo dejaría de serlo si alguien le diera otro significado a la palabra materia, pero ya vimos que nadie lo logra. Cuando los griegos vieron que de madera se hacían sillas, casas, estatuas, etcétera, se les ocurrió que todos los objetos sensibles quizá podían estar hechos de una madera que no fuera precisamente madera, de una madera despojada de las características de la madera; naturalmente, se embarcaron en un proceso mental de pura negación: el resultado fue un pseudoconcepto carente de todo contenido; exactamente como la cosa-en-sí kantiana. Esa ha sido durante 25 siglos la definición de materia: ni algo ni tal ni tanto ni determinación alguna de loreal. Un masoquismo totalmente injustificado.
Es una especie de sentimiento supersticioso lo que hace que algunos digan: De todos modos debe haber algo detrás. No lo discuto en este momento, pero afirmar que ese algo es materia no sólo sería gratuito y anticientífico, además sería emitir sonidos sin sentido alguno, puesto que no han definido la palabra materia. Es como si dijeran que ese algo que está detrás es Blictiri.
Parece indispensable aquí advertir que el hecho de que la técnica “tiene éxito” y “funciona” de ninguna manera demuestra que los físicos sepan de que están hechas las cosas. También la técnica de los animales (piénsese en la acronáutica de las aves o en el radar del murciélago) tiene mucho éxito, y los animales ciertamente no saben de qué están hechas las cosas. También la técnica del hombre prehistórico (piénsese en la ruda o en la navegación o en la producción discrecional de fuego) tuvo y sigue teniendo enorme éxito, y el hombre prehistórico de ninguna manera sabía de qué están hechas las cosas. El carpintero y el herrero han tenido éxito técnico incesante durante milenios, y lo han tenido trabajando con superficies y creyendo en la existencia de las superficies, y sin embargo las superficies no existen. Si la lógica todavía merece respeto, este último hecho basta para demostrar que con ideas equivocadas se puede tener todo el éxito técnico del mundo.
Añadamos: y aún sin ideas sobre cómo son las cosas. Como se trata exclusivamente de manipular, de que haya reacción a nuestros manejos, a la técnica le bastan las apariencias, le basta la cara que el fenómeno nos pone, le basta la manera como responde a nuestra relación (manual) con él. Cómo sea en sí misma la realidad, es un problema que a la técnica la tiene completamente sin cuidado. Y bien, desafortunada o afortunadamente la física y la química de nuestro siglo se han convertido en una mera técnica, en artesanía refinada y grandiosa. Sus conceptos son puramente manipulatorios. Por ejemplo, definen energía como la capacidad de ejecutar trabajo (trabajo es verbigracia trasladar un cuerpo a un lugar más alto); que sea en si misma la energía, que características oníricas tenga que la hacen capaz de ejecutar trabajo, es una cuestión metafísica; lo que importa es que ejecute el trabajo. El otro concepto clave, el de masa, lo definen así: masa es la resistencia que un cuerpo opone cuando le aplico cierta fuerza. No les importa qué es; les importa cómo reacciona (a saber: resistiendo) a mi aplicación de fuerza. Incluso es generalizada en esas disciplinas la costumbre de dejar no-definidos muchos términos; y justifican ese arbitro diciendo que “funciona”. Evidentemente, eso no es saber sino manipular. El operacionalismo de Bridgman es la más fiel descripción de esas disciplinas: ningún vocablo es aceptable mientras su significado no consista en una acción u operación que el hombre pueda efectuar.
La física actual no sabe de qué están hechas las cosas. Si de la física y su “éxito” esperaba el materialismo confirmación de su tesis de que todo está hecho de materia, aquélla lo deja en la estacada.
Retomemos el hilo. Con el único fin de no ponerle atención al yo, o sea al espíritu, el materialismo y el masoquismo mencionado postulan “fuera”(!) una entidad que carece de contenido y que por tanto es nada. Pasar por alto que el carácter real de una cosa no es dato sensible y que, por tanto, el concepto de real (esto es de existencia, de ser) sólo pudo originarse en introspección, en autoconciencia, es decir, en el conocerse el espíritu a si mismo. El único significado posible de la palabra “real” es el espíritu mismo. Por ende, viene a ser contradictorio el negar la realidad del espíritu.
Quizá conviene recordar cómo de muestra Carnap que el carácter real de las cosas no es dato sensible. Supongamos que, sin saber el uno del otro, dos geógrafos hicieran estudio exhaustivo de una misma montaña en el centro de África; y supongamos que, además de sus capacidades como geógrafos, uno de los dos profesa la filosofía idealista y el otro la filosofía realista. Los dos reportes descriptivos terminarán coincidiendo en todos los detalles empíricamente constatables, pero al mismo tiempo el primer geógrafo estará convencido de que la montaña no existe realmente, mientras el segundo sostendrá que la montaña es un ente real. Sobre este punto es imposible que por medios empíricos lleguen a ponerse de acuerdo, ya que, precisamente, en cuanto a todo lo empírico coinciden. El carácter de las cosas no es dato perceptible con los sentidos.
Tanto a Carnap como a los demás filósofos materialistas les faltó preguntarse cómo surge, entonces, en la mente el concepto de lo real, dado que no es de origen empírico. Ya lo dijimos: por introspección, o sea, en el hecho mismo de que el espíritu capta su propia realidad. Así se demuestra racionalmente la existencia del espíritu, pero el materialismo presiente que, si aceptan ésta, la de Dios no estaría lejos. Es impresionante que, cuando la razón hubo demostrado la verdad del cristianismo, los materialistas hayan tenido que renegar la razón declarándose escépticos.
Por supuesto, además de las raíces mencionadas, el escepticismo puede tener otras, pero de índole más bien personal y costumbrista. Un ejemplo es quizá la pedantería de ciertos profesores que, mostrándose escépticos, se colocan “por encima” de las más grandes inteligencias de la humanidad, Aristóteles y Hegel, cuyas demostraciones son de suyo irrefragables; ya se sabe que la mediocridad excreta siempre algún caparazón blindante, algún mecanismo de autodefensa contra toda injerencia desmediocrizante. Otro ejemplo sería la adolescencia perpetua de quienes no tienen otra manera de “hacerse interesantes” que la de mostrarse irreductiblemente difíciles de convencer. Pero todo eso es frívolo y anecdótico. Lo que sí merece atención filosófica (de filosofía política, de filosofía de la historia) es el giro postmoderno que el liberalismo está hoy teniendo: su fingido pluralismo permite todo, menos que se demuestre. Quiere abolir en el mundo el estupendo proceso de racionalidad llamado filosofía, que consiste en distinguir demostrativamente entre convicciones verdaderas y convicciones falsas. Hoy se permite buscar la verdad con la condición de que nadie la encuentre.
Notas:
(1) Jürgen Habermas. El Discurso Filosófico de la Modernidad. Traducción Manuel Jiménez Redondo. Buenos Aires. Taurus, 1989, p. 253, n. 74.
(2) Theodor Adorno. Zur Metakritik der Erkenninistheorie. Frankfurt, Suhrkamp, 1972, p. 221.
(3) Ludwig Wittgenstein. Philosophische Untersuchungen; núm. 133, Frankfurt, Suhrkamp, 1975.
(4) Jürgen Habermas. Pensamiento Postmetafísico. Traducción Manuel Jiménez Redondo. México, Taurus, 1990, p. 26.
(5) Richard Rorty. La Filosofía y el Espejo de la Naturaleza. Traducción Jesús Fernández Zulaica. Madrid, Cátedra, 1983, p. 16.
(6) Cf. Vittorio Hosle, Die Krisis der Gegenwart und die Verantwortung der Philosophie, München, Beck, 1990, p. 75 y ss
(7) Cf. Christoff Jermann; citado por Hösle en Ibid, p.78, n. 55.
(8) Apud Frannz Stark (ed): Revolution oder Reform?; München, Kösel, 1976, p. 39. En general, Popper sostiene que la decisión en favor del racionalismo es una resolución irracional.
(9) Ilans-Georg Gadamer. Wahrheit und Methode. Tübingen, Mohr, 1960, p. 280.
(10) Cf. Hösle, op. cit., p. 84.
(11) David Hume. Tratado de la Naturaleza Humana, libro 3, parte 3a, sección 1 (cualquier edición).
(12) Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logicophilosophicus 6,54. Frankfurt, Suhrkamp, 1977.
(13) Jacques Derrida. La Voz y el Fenómeno. Traducción Francisco Peñal-Ver. Valencia, Pre-textos, 1985, p. 166. Las cursivas son de Derrida.
(14) Jügen Habermas, op. cit., p. 254, n. 74
(15) Michel Foucault. La Arqueología del Saber. Traducción Aurelio Garzón. México, Siglo XXI, 1987, p. 364; es decir, al final del libro, después de haber espetado cuanto escepticismo quiso.
(16) Theodor Adorno. Mínima Moralia, núm. 44. Frankfurt, Suhrkamp, 1976.
(17) John Rajchman y Cornel West (eds). Postanalytic Philosophy. Nueva York, Columbia U.P., 1985, p. XV.
(18) Martin Heidegger. Sein und Zeit. Tübingen, Gadamer aprueba esa “respuesta” en op. cit. supra en nota (9). p. 327.
(19) Richard Rorty, op. cit., p. 335.
(20) Ibid; p. 336
(21) Ibid; p. 349.
(22) E.F. Taylor y J.A. Wheeler. Spacetime Physics. San Francisco. Freeman. 1996, p. 193.
Indigenismo Contra Derechos Humanos
José Porfirio Miranda
Revista La Jornada Semanal, No. 210; Junio 20, 1993; pp. 36-44.
La idea de la igualdad de los seres humanos es un producto típico de la cultura occidental, al que se le opone el relativismo civilizatorio de una ideología como indigenismo.
Empecemos asentando tres o cuatro hechos candentes e indignantes de nuestra realidad mexicana, para disipar por adelantado el peligro de abstracción que siempre acecha al filósofo.
El artículo 5° de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el cual prohíbe la tortura, se viola en nuestro país con mucha frecuencia, si no es que habitualmente. Lo señalan así todos los organismos internacionales que se han abocado a investigar el caso. Y nuestras dependencias gubernamentales, como son juez y parte, no pueden pretender que se les de más crédito a ellas cuando desmienten esas imparciales denuncias internacionales.
El artículo 20, que reza “Nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación”, es violado permanentemente en detrimento de los obreros mexicanos, pues, o bien se les obliga a pertenecer a un sindicato cetemista o croquista, o bien, si ellos fundan su propio sindicato, no consiguen el registro oficial para el mismo si no se adhieren a la CTM o a la CROC.
El artículo 23, que afirma el derecho de toda persona a fundar sindicatos, es violado sistemáticamente, pues como el contrato colectivo no tiene fuerza jurídica mientras el sindicato no esté registrado, a las autoridades les basta negar el registro (lo cual hacen a discreción) para que el sindicato fundado por los obreros se vuelva una entidad inexistente.
El artículo 19, que consagra el derecho a la libre expresión y difusión de las propias opiniones, es violado sin excepciones en México cuando se trata de una opinión adversa al presidente de la República. Puede testificarlo cualquier columnista que lo haya intentado. El jefe de redacción le responde que no hablar del presidente es simplemente una “regla del juego”.
El artículo 26, que afirma el derecho de los padres a escoger el tipo de educación que han de dar a sus hijos, es violado radicalmente en detrimento del 80 por ciento más pobre de los paterfamilias mexicanos, o sea en detrimento de los que no tienen recursos para pagar las colegiaturas de escuelas particulares. Esta violación es bien sabida desde hace muchos años.
El derecho de huelga es violado a discreción por las autoridades de nuestro país mediante el procedimiento de declarar legalmente inexistente una huelga, o bien mediante la requisa.
Primera Parte
Basten esos hechos innegables. Podríamos mencionar varios más. Aunque la Declaración Universal data de hace casi medio siglo, México y otros muchos países del Tercer Mundo todavía no le obedecen. Incluso varias de las violaciones mencionadas son piezas necesarias del sistema político mexicano. Me parece simplemente objetivo el reconocer que la previsión en favor de los derechos humanos viene del mundo occidental. Los precedentes históricos de esa declaración de 1948 son: el Bill of Rights británico (1689); la Declaración de Independencia Norteamericana (1776), y la famosa Declaración Francesa (agosto 26, 1789), para no hablar de autores como Victoria, Suárez, Grotius, Lacke y Rousseau (1). Los derechos humanos son un invento occidental. Quienes afirman que todas las civilizaciones son igualmente valiosas, en primer lugar carecen de perspectiva histórica, y en segundo lugar se fundan en una suposición enteramente apriorista, la del hombre natural: como suponen que el hombre natural es bueno, todas las culturas producidas por el hombre tienen que ser buenas. Hablaremos de ello en la tercera parte.
El antioccidentalismo no sabe el daño que le puede hacer al mundo. Esa ideología, autodenominada “relativismo civilizatorio”, dice basarse en la igualdad de todos los hombres de todas las razas, ¡pero la civilización occidental fue la primera en proclamar la igualdad de todos los hombres de todas las razas!
El resto del mundo no sabía que todos los hombres somos iguales; si hoy lo sabemos, es porque nos contagió esa convicción la civilización occidental. Es pueril argüir en contra señalando la conducta de algunos o muchos individuos occidentales. Ya se sabe que en toda civilización la conducta siempre va rezagada respecto de los criterios. Lo que conduce a la historia hacia adelante son los criterios e imperativos. Todos los grupos humanos provienen de la naturalidad, esto es, de la animalidad y el salvajismo; la historia ha venido arrancando al hombre de esa situación progresivamente. No es de extrañar que cuando en un grupo humano surgen criterios e imperativos verdaderamente civilizadores (es decir morales), éstos tarden en ser llevados a la práctica en forma completa.
Para tener una visión de conjunto, permítaseme formular esta lista: los derechos humanos son un invento occidental; la democracia es invento occidental (en Atenas, cuatro quintos de la población eran de esclavos); la igualdad de la mujer y el hombre es invento occidental; que es falso que deba haber amos y esclavos es invento occidental; que el carácter bueno o malo de las acciones es algo objetivo y no depende de ninguna decisión de autoridad, es invento occidental; que nadie es culpable mientras no se lo demuestren ante el juez es invento occidental; que el poder judicial debe ser independiente del ejecutivo es invento occidental; la dignidad infinita de todas las personas es invento occidental; el estado de derecho (esto es, que no rijamos por las leyes estables y no dependamos de la decisión discrecional del gobernante), es invento occidental; la libertad de prensa es invento occidental; la libertad de profesión es invento occidental, al igual que la de asociación, la de reunión, la de matrimonio, la de conciencia, la de residencia.
Pues bien, por su misma esencia y aunque sus voceros no lo quisieran, el indigenismo tiende a persuadir a un pueblo de que su cultura aborigen es tan buena o mejor que la occidental y se basta a sí misma y no necesita de ese conjunto de cosas “importadas” y “eurocentristas”.
No podía haberse inventado una ideología que cause más perjuicio a los indígenas que el indigenismo. Por su misma gravitación intrínseca es una ideología defensora del status quo y de la injusticia reinante, la cual impide que la presión externa en favor de los derechos humanos prevalezca. Y adviértase que en nuestro país el indigenismo no sólo se predica entre los indígenas; está presente en la literatura, en los reportajes y artículos de fondo, y en la educación misma de la población en general. Así lo demuestra el cuasi total abandono de la historia universal en las escuelas. Todos los regímenes absolutistas han sido siempre muy nacionalistas: el nacionalismo los protege contra la “injerencia” internacional, contra el avance mundial de los derechos humanos. El antioccidentalismo quiere crear un mundo en que no se pueda luchar por la justicia porque esa lucha equivaldría a reconocer el principio típicamente occidental, de que hay que realizar la justicia caiga quien caiga (fiat iustitia etiamsi ruat mundus).
Esas resistencias llevan las de perder. Sostengo que nuestra época es estupenda. Para apreciar el avance consideremos primero lo que Hegel observaba hace todavía menos de dos siglos respecto a la idea de que todo ser humano está destinado a la libertad:
Continentes enteros, África y Oriente, nunca tuvieron esa idea y todavía hoy no la tienen, los griegos y los romanos, Platón y Aristóteles y aún los estoicos no la tuvieron; al contrario, sólo sabían que el hombre es realmente libre dependiendo del nacimiento (como ciudadano ateniense, espartano, etcétera) o por fortaleza de carácter o por educación o por filosofía (el sabio es libre aún como esclavo y en cadenas). Esa idea vino al mundo por medio del cristianismo, de acuerdo al cual el individuo como tal tiene valor infinito porque es objeto y fin del amor de Dios (2)…
En la actualidad, aparte de nuestra América Latina (que para Hegel obviamente ya lo estaba), se han incorporado a la certidumbre de que todo ser humano merece total respeto, Filipinas la mayor parte de África, y además la India, que es un tercio de Asia; lo demuestran los movimientos pro derechos humanos. La conducta, como ya dijimos, siempre va retrasada; pero va. Lo que importa para el rumbo de la historia es el criterio cierto. Se trata de la verdadera moral, y a los pueblos les está importando un comino tanto el relativismo de los intelectuales como los inmorales criterios del capitalismo reinante, pues para el capitalismo lo que cuenta es la búsqueda del propio provecho, actitud claramente incompatible con el respeto a los derechos humanos del prójimo.
En la realidad, la idea de los derechos humanos tiene dos raíces históricas últimas; por un lado, la filosofía de Platón, Aristóteles y los estoicos; por otro, el cristianismo. Lo que pasa es que esas dos aportaciones son de muy diverso carácter.
La aportación griega se puede resumir es esta tesis: la cualidad moral -buena o mala- de una acción no depende de lo que digan las leyes de cada país o los gobernantes, pues es algo objetivo, algo racionalmente demostrable. Esta aportación se identifica con la esencia misma de la filosofía, pues ésta dice que la verdad se puede conocer y demostrar. Es obvio, por ejemplo, que cuando se afirma el carácter objetivamente malo y abominable de la tortura, implícitamente se sostiene que el hombre tiene derecho a no ser torturado y que ese derecho existe a pesar de todos los gobiernos y de todas las legislaciones positivas. La plena explicación (defectuosamente llamada iusnaturalismo) sólo llegó a florecer en estos últimos 500 años de historia occidental, aunque ya es posible encontrarla en Santo Tomás (siglo XIII). La ilustración del siglo XVIII la llevó a su apogeo. Se puede decir que la aportación griega es formal.
La aportación del cristianismo se puede resumir en esta tesis: todos lo seres humanos, de cualquier raza, sexo o condición, tienen dignidad infinita. Esta aportación no sólo da a los derechos humanos la universalidad esencial de que carecía la aportación griega como observa Hegel. Le da además contenido, pues de la dignidad total de las personas se derivan lógicamente todos los derechos humanos. Desde el momento en que se reconoce que toda persona tiene dignidad infinita la historia entera está destinada a cambiar. Ninguna otra civilización lo sabía.
De todos modos, ambas aportaciones influyen definitivamente en las declaraciones de derechos inglesa, americana, francesa, y finalmente la universal de 1948. Ignorar la historia universal en la literatura, en los discursos, en los periódicos y en la enseñanza es crear un mundo orwelliano basado en omisiones y silencios que hacen desaparecer de la mente del pueblo los hechos, los personajes, las ideas, los derechos. Como si no existieran, como si nunca hubieran existido. Así trató de hacerlo Stalin. Es la mejor manera de mantener en el poder a un sistema político. Los intelectuales se encargan de fabricar una historia manejable.
El indigenismo no lo inventaron los indígenas. Es cosa de intelectuales. El relativismo civilizatorio está lógica e indisolublemente ligado al liberalismo, ya que éste ha venido a convertirse en relativismo en general. El liberalismo no quiere verdades absolutas supuestamente porque le quitan a uno la libertad; pero como la tradición occidental se finca en verdades absolutas, al liberalismo no le quedó más remedio que proclamarse relativista también en cuanto a civilizaciones. Así es como nace el indigenismo, el cual viene a ser un racismo al revés, un racismo consistente meramente en negación: yo rechazo lo europeo únicamente porque no lo inventó mi raza. Es difícil imaginar una actitud más irracional y carente de objetividad. (De hecho, los liberales hacen trampa. Defienden algo occidental pero no quieren que se sepa que es occidental: democracia, libertad de prensa, igualdad de la mujer. Y lo defienden como absoluto, pero al mismo tiempo disimulan que es absoluto y que es occidental. Incluso los criterios con que estiman apreciables ciertos rasgos de las culturas indígenas son occidentales, al igual que la heredada indiscutibilidad de los mismos).
Afortunadamente el relativismo de los intelectuales no afecta a los pueblos de la Tierra, y a los organismos internacionales de la ONU tampoco, los cuales son los representantes de toda la población del mundo. Por el contrario, la gran novedad de la época que estamos viviendo es la certidumbre con que todos los pueblos (con excepción del Extremo Oriente todavía) dan por sentado que los derechos humanos deben respetarse. En este sentido, que es fundamental para la historia humana, nuestra época es estupenda, y no veo cómo puedan prescindir de ese contexto formidable los coloquios o encuentros que pretenden analizar hechos recientes (por ejemplo, el derrumbe del sistema soviético).
Contra este magnífico viraje de la historia se alzan dos diques reaccionarios. Uno, ideológico: relativismo, indigenismo, nacionalismo, etcétera. Otro, seudolegal: soberanía y positivismo jurídico. Sobre este segundo necesitamos detenernos de manera muy especial, pues a este respecto la gran filosofía ha hecho una aportación de trascendencia incalculable, y sólo falta que los pueblos se enteren de ella.
Segunda Parte
El principal error consiste en creer que la ley y la autoridad tienen validez independientemente de la moral. En cuanto a la moral, o bien los juristas en cuestión le asignan un terreno (la interioridad) muy diferente del que atienden la ley y la autoridad, o bien de plano la declaran subjetiva, es decir, niegan que existan obligaciones objetivamente válidas aparte de ser señaladas por la ley del país y las disposiciones gubernamentales. Con ello están diciendo que el hombre no tiene más derechos que los que la ley del país y el gobierno le reconozcan, pues la palabra derecho sólo puede traducirse en términos de obligación (de los demás), o sea, el único significado, por ejemplo, de “El hombre tiene derecho a la vida” es “Las instituciones y los demás hombres tienen obligación de respetar la vida de cada hombre”. La soberanía se hace residir en ello: aquí no mandan más que la ley del país y el gobierno de que procede conforme a ella. El lector comprende por qué he hablado de un dique, de un dique que se alza contra el actual oleaje mundial de los derechos humanos. Evidentemente, de nada sirve responder que los gobernantes y legisladores pueden reconocer esas exigencias occidentales y convertirlas en la ley del país, pues de esa manera queda precisamente al arbitrio de las autoridades locales el decidir qué derechos tiene el hombre y qué derechos no tiene. El quid de la tradición occidental y de la Declaración Universal es que los tiene por el hecho mismo de ser hombre, independientemente de si algún legislador o gobernante se los reconoce o no se los reconoce.
La filosofía que verdaderamente respete al hombre tiene que negar toda diferencia entre la ley y la moral, tiene que afirmar que una ley no es ley si no es moral, que la autoridad no es autoridad si el contenido de sus decretos no coincide con lo que la moral misma en esas circunstancias manda. De ahí se sigue que no tienen validez ni obligatoriedad las leyes y gobiernos cuando se oponen al avance mundial de los derechos humanos.
Procedamos con método y rigor. Primero refutemos a las dos diferencias superficiales que suelen señalarse entre la ley y la moral, y después vayamos al fondo del asunto.
La primera diferencia, a saber, que la moral atiende a lo interior y la ley a lo exterior, es falsa por ambos lados. Así, la moral prohíbe el homicidio, y cuando alguien ha despojado a otra persona la moral manda restitución, de ninguna manera basta el arrepentimiento. Homicidio y restitución son actos exteriores, si los hay.
Por su parte, para las leyes penales la interioridad del acusado es factor decisivo: si el homicida está loco, no hay delito; pero la locura o no locura es interioridad. Otro ejemplo: todos los códigos penales distinguen hoy entre daño doloso y daño culposo, o sea entre un perjuicio causado con intención de dañar y un perjuicio causado por negligencia y descuido. El delito es completamente distinto y la pena también; pero la intención maligna o la negligencia son realidades interiores. Un ejemplo más: en el delito llamado fraude, lo decisivo es averiguar si la víctima fue efectivamente engañada por la maniobra del estafador o por propia imprudencia y tontería, y en cuanto al acusado, lo decisivo para el juez es averiguar si hubo intención de hacer caer al otro en la trampa. Ningún dato exterior tiene significación unívoca, pues el mismo hecho puede llamar a engaño a ciertos individuos en ciertas circunstancias y a otros individuos no llamarlos a engaño; por tanto, no es el hecho exterior lo que orienta al juez en estos casos, sino precisamente el interior, ya que éste puede a veces ir acompañado de ciertos hechos exteriores y a veces de otros muy diferentes. El penalista Jiménez Huerta reconoce: “Los engaños no pueden medirse objetivamente, pues proyectándose sobre la inteligencia de la víctima forzosamente han de influir en su eficiencia las subjetivas peculiaridades psicológicas de la persona engañada” (3).
No solamente las leyes penales. Para la ley civil y para la mercantil la intención del agente también es decisiva. Por ejemplo, un testamento es inválido si el testador no tuvo intención de testar. o bien, todos los códigos civiles invalidan un contrato cuando alguna de las partes sufrió “error sobre el motivo determinante de la voluntad”. Y el error invalidante puede también versar sobre la naturaleza del contrato: por ejemplo, si alguien firmó un contrato de compra-venta creyendo que era de arrendamiento. Pero el error, el equivocado “creer” son hechos interiores por excelencia. No sé cómo pudo alguien alguna vez sostener que el orden legal y jurídico no atienden a lo interior. Un último ejemplo: cuando el juez tiene que decidir con cuál de los cónyuges divorciados han de vivir los hijos, lo que más le importa es la personalidad interior; el abogado del padre lo que tiene que demostrar es la inestabilidad psíquica de la madre o su interna viciosidad; los hechos exteriores sólo fungen como indicios, síntomas o medios probatorios: lo decisivo es lo interior.
No se pase por alto que la tesis que estamos criticando es una proposición negativa universal; de acuerdo con la lógica basta un solo caso afirmativo singular para demostrar que es falsa y no se hable más del asunto.
Igualmente falsa, y también por ambos lados (siendo así que bastaría uno para refutarla), es la segunda diferencia, la que hacen consistir en que la ley es esencialmente coactiva mientras la moral no lo es. Podemos empezar esgrimiendo un argumento muy directo: en último análisis la coactividad de las leyes se reduce a que es moralmente lícito usar compulsión física para hacerlas cumplir.
En efecto, aún en los países más reglamentados se da el caso de que el delincuente es más fuerte, más astuto o más numeroso que los recursos gubernamentales y en resumidas cuentas queda impune, baste mencionar los atracos nocturnos o bien los hurtos instantáneos de los carteristas a cualquier hora: el más elemental realismo que nos dice que muchos de esos delitos quedan impunes. Incluso hay sociólogos según los cuales la mayoría de los delitos efectivamente quedan impunes. Entonces, ¿en qué consiste realmente la coactividad de las leyes que los prohíben conminando penas? Claro que no en algo físico, pues el problema está precisamente en que el gobierno y sus agentes no hacen físicamente nada contra los delincuentes; físicamente no imponen penas. Por consiguiente, la coactividad se reduce a esto: al gobierno le sería moralmente lícito emplear la fuerza si pudiera. La coactividad del orden jurídico consiste en que la ley dice que tales y tales acciones merecen castigo. Pero eso también lo dice la moral, y el resultado es que no hay diferencia entre la moral y la ley por lo que a coactividad respecta.
Hay un caso particular muy notorio: el derecho de legítima defensa. Adviértase que ese derecho, el legal, pertenece al orden de leyes, los tratadistas mismos que estamos criticando reconocen que no pertenece solamente a la esfera moral. Muchas legislaciones explicitan ese derecho, y en los otros países los tribunales y su jurisprudencia lo hacen constar, de suerte que en todas partes tiene fuerza de ley. Ahora bien, el agredido posee ese derecho aunque el agresor lo tenga despojado de toda posibilidad efectiva de defenderse. En ese caso tenemos un derecho legal sin coactividad real de ninguna especie. Si el teórico en ese momento le niega ese derecho al agredido por la circunstancia misma de que está siendo atacado en forma plenamente eficaz, lo que está diciendo es que la fuerza, lejos de ser inherente a la ley, suprime la ley. Y si el teórico, por el contrario, reconoce que en el caso descrito el derecho legal de autodefensa subsiste, así reconoce que la ley no es efectivamente coactiva y que por tanto no se distingue de la moral. El derecho de legítima defensa consiste exclusivamente en que al agredido le es moralmente lícito emplear la fuerza si puede.
Los argumentos que acabamos de exponer refutan la primera parte de la tesis que dice que la ley se distingue de la moral en que la ley es coactiva y la moral no. Pero añadamos todavía dos casos en que la ley necesariamente carece de coactividad. Nótese que en los códigos que realmente existen hay leyes que, por olvido del legislador, carecen de sanción, pero el teórico positivista me respondería garbosamente que esos enunciados no son leyes y sanseacabó. Los dos casos que ahora presento no tienen nada que ver con eso; se trata de delitos que, por la lógica misma de las cosas, necesariamente tienen que quedar sin sanción.
El delito de no denunciar al delincuente tiene que quedar impune en última instancia, porque suponer lo contrario sería incurrir en processus in indefinitum. En el primer eslabón de la cadena el código anexiona pena (por ejemplo el de la Ciudad de México, artículo 400, fracción 1a), pero ¿y el delito de no denunciar a alguien que ha cometido el delito de no denunciar? Ese tiene que quedar finalmente sin sanción, pues de lo contrario habría que sancionar a quien no denuncia a alguien que está cometiendo el delito de no denunciar a cierta persona que comete el delito de no denunciar, etcétera. Forzosamente tiene que quedar sin sanción un delito, por tanto es falso que la ley esencialmente lleve sanción.
El otro caso es esté: la ley no puede anexar sanción efectiva contra el supremo gobernante que delinca y se resiste a las sanciones que marca la ley. El orden legal tendría que crear otra instancia autorizada a usar mayor fuerza que la que le concede al supremo gobernante, y entonces esa instancia sería la que podría resistirse contra las sanciones que la ley estipule contra ella si delinque; y así sucesivamente.
Si garbosamente se nos responde que esos preceptos no son la ley sino moral, la tesis que estamos impugnando ha perdido la partida, pues resulta que el orden legal necesariamente contiene preceptos morales y por tanto es falso que la ley se distinga de la moral.
Ahora demostremos que es falsa la segunda parte, la que en universal niega que la moral tiene sanción. La tiene y tanta, que ello nos hará desembocar en el tema de fondo, que es: el orden legal necesariamente se basa en el orden moral y sólo posee significado si posee significado moral.
Cualquiera que reflexione un poco sabe que al mentiroso se le sanciona con el desprecio colectivo de todo lo que dice y de su persona misma; que al cruel se le sanciona con evitación, si es posible total, y con muestras de horror que acaban siendo boicot; que al timador y tramposo se le excluye de toda participación en los negocios; que al que no mira más que a su propio interés se le excluye de cargos directivos de elección popular, etcétera.
Los escépticos y superficiales dirán que esas sanciones no son plenamente eficaces. Lo primero que les respondo es que las sanciones de la ley tampoco lo son. Lo segundo que les respondo es que la tesis de que los preceptos morales no llevan sanción adjunta es una proposición negativa universal, y para refutarla basta la existencia de alguna sanción asociada a alguna norma moral; no necesito demostrar que todos los preceptos morales llevan sanción adjunta, ni tampoco que tal sanción es plenamente eficaz. Y lo tercero que les respondo es lo más importante: quien considere las cosas con detenimiento se convencerá de que en realidad el orden social se mantiene mucho más por las sanciones que no están previstas en el ordenamiento legal positivo que por las sanciones previstas en él.
Por lo que atañe a sociedades menos desarrolladas que las nuestras citemos al antropólogo Ino Rossi:
Radcliffe-Brown señala que en muchas sociedades primitivas no hay tribunales ni jueces ni una autoridad política central formalmente organizada, y sin embargo, la gente posee en sentido de lo que es crimen y la noción de delitos públicos y privados. Cuando no existe autoridad política para aplicar sanciones organizadas (ley), existen grupos privados y asociaciones que aplican sanciones organizadas. Más aún, existe una serie de mecanismos no organizados como son el ostracismo, incendio de casa, venganza de sangre, acusación de brujería y hechizo, y sanciones rituales, que, sin ser impuestos por autoridades oficiales, son medios efectivos de control social (4).
Por lo que hace a las sociedades desarrolladas, Laura Nader y Harry Todd Jr. resumen las investigaciones de Macauley y Sutherland, en las que se describe.
la evitación de la ley como un medio de formar y mantener buenas relaciones de negocios; en sus transacciones con otros hombres de negocios los hombres de negocios prefieren no usar contratos, e incluso prefieren no echar mano de la ley en los casos de actividad de negocios criminal (5).
La razón es muy obvia: la pérdida de prestigio del gremio empresarial, el rompimiento de todo trato con el trasgresor, la denegación de crédito y de suministros, son para un empresario sanciones infinitamente más ruinosas que las que marca la ley. En los siglos XVI al XVIII en Europa, cuando se formó el capitalismo, las letras de cambio y los pagarés eran simplemente cuestión de honor, del prestigio del comerciante emisor, de lo desastroso que sería para él perder ese prestigio; pero aún hoy mismo, sin la confianza en el compromiso oral, los sistemas capitalistas nacionales se paralizarían. Las relaciones entre capitalistas no pueden hacerse depender del sistema legal y judicial: un proceso judicial es largo y hay apelaciones, cuando termine ya quebró mi negocio o ya perdí completamente la oportunidad de la operación audaz que traigo en mente; yo necesito seguridad, pero de otra índole: la palabra dada.
Y prescindiendo del mundillo empresarial, en nuestras ciudades pequeñas y en los barrios bien cohesionados de las grandes urbes, las sanciones no legales pueden hacerle la vida imposible a cualquiera: la “ley del hielo” en primer lugar, pero además el cartero “por pura coincidencia” pierde mis cartas, para mí siempre está ocupado el plomero, al lechero se le olvida mi casa, el abarrotero no surte el pedido, en la escuela mis hijos reciben insultos y las zacapelas son continuas, etcétera.
Los hechos refutan la tesis de que la moral no puede tener sanciones eficaces, pero lo principal es esto: la reprobación colectiva con la que sanciona a la trasgresión moral es el principal sostén del orden social. Sencillamente no habría fuerza ni gendarmes suficientes si una buena mañana la población entera decidiera desobedecer a la ley. Como dijo Napoleón, las bayonetas buenas para muchas cosas, mas no para sentarse en ellas: ningún gobierno se mantendría en existencia si principalmente dependiera de la fuerza. Digámoslo con palabras de Hegel: “La imaginación a menudo se figura que el Estado se mantiene unido gracias a la fuerza, pero lo que lo sostiene es el sentido fundamental de orden que todos tienen” (6).
Vengamos al punto crucial quienes niegan la validez objetiva de la moral no tienen derecho de usar la palabra ley ni la palabra autoridad. Los enunciados de sus códigos y de sus decretos son dato sensible, pero no es dato sensible que tales enunciados sean ley, no es dato sensible que sean obligatorios. Son imperativos condicionados, o sea informaciones útiles: si haces esto o esto vas a la cárcel. Pero eso significa que otro comportamiento es conveniente; no significa que es obligatorio. El orden institucional que tales enunciados constituyen dispone la fuerza, eso sí es empíricamente comprobable: me pueden hacer prisionero, me pueden quitar mi sueldo y mi casa; pero de igual fuerza física dispondría un ejercito de vándalos que se hubiera apoderado del país por violencia. Yo estaría forzado a conducirme como esa gavilla de forajidos decidiera, pero forzado no es lo mismo que obligado. Para oponerse al avance mundial de la moral (derechos humanos), los soberanistas evidentemente no quieren decir que lo hacen en nombre de la fuerza bruta, sino en nombre de algo respetable, de algo válido, de algo obligatorio. Si su resistencia contra la penetración de los imperativos morales occidentales fuera un mero “Yo soy el que tiene los rifles”, ni siquiera discutirían ni darían razones. Resisten en nombre de la ley, pero entonces la palabra ley no puede significar fuerza.
La ley tiene que significar obligación moral. De lo contrario significa fuerza. Sólo que entonces ya no pueden oponerse en nombre de la ley a las exigencias morales expresadas por los derechos humanos ni declararlas cosa subjetiva.
Obviamente, tampoco pueden hacerlo en nombre de la soberanía del Estado, pues el estado consiste en leyes: que el que tiene autoridad es fulano, significa que fue conforme a las leyes el proceso por el que se llegó a su designación. Si las leyes no tienen significación moral, el seudoestado constituido por ellas es un andamiaje de fuerzas, y el gobierno correspondiente es una banda de facinerosos, no una autoridad. Sólo si se presupone que es moralmente obligatorio obedecer a las leyes pueden éstas ser llamadas leyes y deberes; su carácter de ley emana de ese principio moral.
Esto siempre ha sido verdad, no sólo en la actual coyuntura. Implícita o reflexivamente los juristas y los gobernantes siempre han tenido en cuenta que, como dijimos, el Estado no se mantiene en existencia gracias a la fuerza sino gracias a la moral. Por eso, cuando dicen ley necesitan que se entienda que eso no es fuerza sino obligación, deber; lo mismo cuando usan la palabra autoridad. Y es que no hay modo alguno de conferirle significado a la palabra ley si se prescinde del imperativo moral, porque los datos empíricos testifican, si mucho, que ahí hay un librillo con determinado tipo de enunciados según los cuales cierta conducta será sucedida por ciertos azotes o encarcelamientos, pero de esos datos empíricos no surge por nada del mundo el contenido de la idea de ley, que entraña deber, obligación. El positivismo jurídico, al negar que existan imperativos absolutos independientemente de la ley, se vuelve incapaz de darle algún significado a la palabra ley.
Entiéndase bien que tampoco el voto mayoritario y la forma republicana pueden hacer que la ley o el decreto gubernamental signifiquen obligación. Nadie da lo que no tiene. Si nos ponemos a emplear la fuerza, probablemente la mayoría podría constreñir a la minoría y a los individuos a observar determinada conducta; entre constricción y obligación, empero, hay toda la distancia que hemos señalado. Si es obligatorio acatar la decisión de la mayoría (cuando no manda algo inmoral), es porque se presupone el principio moral de que el no obsecundarla acarrearía mayores males que toda persona responsable está obligada a procurar que no acaezcan: de ese principio emana la obligatoriedad, no del voto mayoritario mismo. Por sí mismo éste no genera obligación ni en la minoría ni en nadie. La mayoría se ha equivocado muchas veces. Hitler fue electo por mayoría. Si la mayoría elige como gobernante a alguien, no por eso los decretos de ese gobernante tienen carácter obligatorio. La existencia misma del Estado, sea cual sea su forma de gobierno, sólo se justifica si el Estado es realización del respeto a los derechos humanos. Por consiguiente, ningún Estado puede fundadamente poner el grito en el cielo exclamando ¡injerencia! cuando la corriente mundial le exige cada vez más respeto a los derechos humanos.
Tercera Parte
Nos hemos ocupado largamente del legalismo soberano porque es el aliado fuerte y oficial (el brazo armado) del indigenismo y del relativismo civilizatorio en el empeño de impedir el avance de los derecho humanos. Es hora de volver directamente a estas ideologías y poner al descubierto la suposición, desgraciadamente muy generalizada, pero profundamente falsa, de la cual parten: como suponen que el hombre natural es bueno, todas las culturas producidas por el hombre tienen que ser buenas.
Entre lo bello y lo bueno hay mucha distancia, pero quizá conviene empezar señalando, como mera comparación inadecuada, que un relativismo semejante al de la esfera ética se ha vuelto también epidémico en la esfera estética. Es la absoluta desorientación de los intelectuales cuando se ponen en clave pedante: por miedo de que me llamen “cerrado” tengo que encontrar bonito todo (aun la más obvias mamarrachadas). En un excepcional momento de honradez dijo Teodoro Adorno:
El que todo lo encuentra bello está ahora en peligro de no encontrar bello nada […] La benevolencia ilimitada se convierte en convalidación de todo lo malo que existe […] El concepto de vida, en su abstracción, al cual se recurre en estos casos, no se puede separar de lo opresor, de lo despiadado, de lo propiamente letal y destructivo (7).
Ese fingido pluralismo encuentra que todo es pluralismo, encuentra que todo es expresión de lo vital y por eso todo le parece bello. Por la misma razón todo lo “natural” tiene que ser bueno. Desde luego, ese biologismo no sabe definir el concepto de vida, lo cual es el colmo cuando se alaba todo por ser vida; pero sobre eso volveremos pronto. Antes atendamos el argumento de Adorno: también la hiena y la serpiente son vida, también la agresión cruel y destructora es un acto vital, también el torturador y el asesino manifiestan, con esas acciones, estar vivos. La cita de Adorno nos traslada ya a lo ético. El romanticismo “vital” que todo lo justifica si es vida, está justificando aun los actos destructores de la vida, y dando así muestras de una indisciplina mental verdaderamente calamitosa.
Nietzsche sí llegó a las últimas consecuencias, pero a eso mismo deberían llegar nuestros relativistas si fueran lógicos:
En estos tiempos de ahora en que el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los argumentos contra la existencia, como el peor signo de interrogación de ésta, es bueno recordar las épocas en que se juzgaba de manera opuesta, pues no se podía prescindir de hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango que seducía a vivir […] (8).
Hablar en sí de lo justo y de lo injusto es algo que carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no se puede ser naturalmente injusto, desde el momento en que la vida actúa esencialmente, es decir, en sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede pensar en absoluto sin ese carácter (9).
La tradición occidental, la de los derechos humanos, “habla en sí de lo justo y de lo injusto”. Nietzsche rechaza eso en nombre de la vida. Nuestros relativistas civilizatorios también: no pueden aceptar la superioridad de lo occidental porque todas las culturas les parecen manifestaciones de la vida. Así apoyan y convalidan todo lo malo que existe. Pero hay una diferencia: Nietzsche abraza lo destructivo y aniquilador a ciencia y conciencia, mientras la “apertura” completa de nuestros relativistas es simplemente el vacío. Es la actitud del bembo: está “abierto” a todo porque él mismo no tiene nada que decir.
Si tomamos en serio su incesante recurso a la vida, resulta que no saben de qué están hablando. Pero hagámoslo, pues la gran filosofía sí tiene algo que decir al respecto. La vida sólo puede definirse como autodeterminación, esto es, libre albedrío, y he aquí que sólo es plenamente autodeterminado el genuino acto moral, el que por atender a la diferencia entre lo justo y lo injusto se sobrepone a los impulsos naturales que lo heterodeterminan, pues esos impulsos no los puso el yo mismo, sino que fueron puestos ahí sin consultarle. Por datos empíricos es imposible definir la vida; lo reconocen los biólogos Baker y Alleen en nombre de todo el gremio: “No hay una línea definida que distinga entre lo vivo y no vivo” (10).
Los esfuerzos de definición empírica manejan como características de lo vivo la nutrición, el crecimiento y la reproducción; y como tratan de entenderlas empíricamente, la nutrición y el crecimiento vienen a ser casi lo mismo: traslado local de materia externa hasta el bulto o cuerpo que se estudia. Sin embargo ese crecimiento y nutrición se observa también en los cristales, los cuales no son seres vivos, y también en la flama o lumbre, que tampoco es viviente; de suerte que esas características no sirven como definición. La reproducción tiene dificultades por ambos lados: por una parte, el buey no sería viviente, ni las abejas trabajadoras tampoco, ni los eunucos humanos, ni los impúberes; y por otra parte, la lumbre no sólo se alimenta de elementos exteriores y crece, sino también produce otras lumbres semejantes y en ese sentido se produce.
Ahora bien, si los datos empíricos no permiten formar el concepto de vida, el origen de ese concepto tuvo que ser la introspección. Pero por introspección lo que intuimos es la autodeterminación del espíritu en sus actos verdaderamente libres, que son los morales; ese es el contenido y significado original de la palabra vida. A otras cosas las llamamos vivas sólo en sentido derivado, deficiente y traslaticio. Como dice Hegel, “su propia autoconciencia es la que el hombre hace ahí objetiva para sí” (11).
Resulta que quienes en nombre de la vida querían desvalorar y relativizar el imperativo moral absoluto, si se exigen un poco de rigor mental, encuentran que la vida, en su único sentido cognoscible, dependen precisamente de que la interprete el imperativo moral absoluto.
Pero en fin, la creencia en que el hombre natural es bueno no tiene necesariamente que usar la palabra vida. enfoquémosla en sí misma. A mi parecer debería bastar la observación obvia de que es una creencia típicamente apriorista: no necesita examinar los hechos reales porque ella ya de antemano sabe que por naturaleza el hombre es bueno. Sin embargo, Rousseau, el popularizador original de ese prejuicio, cuando se dignó examinar los hechos encontró algo muy diferente:
He visto a niñeras imprudentes que atizan la cólera de las criaturas, las excitan a que peguen, se dejan pegar y se ríen de sus débiles golpes, sin hacerse cargo de que en la intención del niño furioso eran otras tantas heridas de muerte, y que el que quiere pegar cuando chico, querrá matar cuando sea mayor (12).
Y en el mismo libro segundo encontramos esta frase contundente: “Todos los salvajes son crueles”.
La única definición posible de “natural” es: lo que no ha sido modificado por la educación, la sociedad y la cultura. Cualquier observador que no idealice sabe que de por sí, o sea, de acuerdo a sus tendencias naturales, el niño es un egoísta rematado, un bicho capaz de todas las crueldades que sus fuerzas le permitan, las cuales afortunadamente no son grandes. Hobbes describe al hombre salvaje como “niño robusto”. Y Freud encontró que el niño es “un criminal polimorfo universal”. Y Nietzsche, como vimos, sabe con toda precisión qué es lo natural: “ofender, violar, despojar, aniquilar”. Lo natural es la jungla, el devorarse los unos a los otros.
Es la cultura la que hace bueno al hombre, no la natura. Pero de ahí se sigue que no todas las culturas valen lo mismo. Es absurdo equipar una cuyos criterio e imperativos exigen respeto a la dignidad infinita de todas las personas con una cuya religión tenía como centro la exigencia de sacrificios humanos. En toda cultura, claro está, hay un minimum de moral, en eso tiene razón LeviStrauss; de lo contrario no estaríamos hablando de hombres sino de animales; lo que hace hombre al hombre es el imperativo moral: Pero no tiene nada de raro que en los criterios e instituciones de unos grupos humanos quedaran más residuos y sedimentos de la animalidad original que en los criterios e instituciones de otros grupos humanos. Y es irracional negar a priori la posibilidad de que una cultura haya logrado eliminar de sus criterios e instituciones la inmisericordia animal más que las otras culturas. La conducta siempre va detrás; nada más esperable; lo promisorio, lo importante para el curso de la historia son los imperativos y criterios institucionales.
Lo decisivo es que el hombre natural no existe. Si es natural es animal, no hombre. No se trata únicamente de lo que dicen los teólogos, a saber, que de hecho el hombre nunca estuvo ni está en estado de naturaleza. Se trata de que la expresión “hombre natural” es intrínsecamente contradictoria y de que, cuando Hobbes y Locke y Rousseau hablaban de un estado de naturaleza, anterior a la fundación de la sociedad y del Estado, ignoraban por completo lo que es el hombre. El hombre se distingue del animal por la autoconciencia, es decir, porque cae en la cuenta de sí mismo; pero eso no podría adquirirlo si la sociedad (por medio de la madre, por ejemplo) no lo interpelara responsabilizándolo; “sin un tú el yo es imposible” (13).
Dice Hegel: “El niño sólo de suyo es espíritu, no es todavía espíritu realizado, no es real como espíritu; tiene sólo la capacidad, la potencia de ser espíritu, de llegar a ser real como espíritu” (14). Y el antropólogo ateo Leslie White dice así: “Es el símbolo el que transforma un infante de Homo Sapiens en un ser humano; los sordomudos que crecen sin el uso de símbolos no son seres humanos” (15). “Un bebé se torna humano cuando comienza a usar símbolos” (16). El testimonio de la antropología de nuestro siglo es fehaciente, le falta entender que el uso de símbolos ya es consecuencia de la adquirida conciencia de uno-mismo. Compréndase cuál es la línea divisoria: aquel manzano existe pero no sabe que existe, este mi perro existe pero no sabe que existe, lo que distingue al hombre es la autoconciencia (tener un yo), que es lo mismo que el espíritu; y no se trata, por cierto, de una entidad que primero exista y después caiga en la cuenta de que existe, sino que su existir consiste en caer en la cuenta; como dijo Aristóteles, “la mente no es de hecho nada antes que piense” (17).
Los antropólogos y paleontólogos de nuestro siglo han descubierto que ningún dato físico sirve para distinguir al hombre del animal. La verticalidad del tronco la tienen otras 188 especies animales (18). El pulgar oponible lo tienen varios marsupiales. El rabo lo han tenido varios bebés humanos al nacer. Pelos en la cara y en todo el cuerpo los tienen los niños de una familia muy conocida de Loreto, Zacatecas, como la televisión mexicana mostró a fines de 1986. Aunque el volumen cerebral del gorila más macrocéfalo hasta hoy hallados (685 cm3) y el del hombre más microcéfalo (850 cm3) hay todavía una pequeña diferencia y por cierto meramente cuantitativa, toda la teoría fisicalizante fracasa ante el hecho de que hay hombres con 2000 cm3 o más; si 165 unidades bastaran para decretar diferencia de especie, el hombre no sería una especie sino siete. Y finalmente la dentadura tampoco sirve para distinguir: los restos fósiles estudiados por Oakley en Sudáfrica son ciertamente no humanos porque no hay restos de fogata ni instrumentos primitivos o utensilios, pero el colmillo no sólo sobresale menos que el humano sobre el nivel de las otras piezas dentales, sino que es enteramente parejo con ellas; hay en la de ese mono un mayor grado de evolución que en la dentadura humana.
Es la autoconciencia la que distingue al hombre; por tanto el hombre no es hombre si la sociedad no lo modifica suscitándole autoconciencia; por consiguiente el hombre no es un ente natural. Cuando comúnmente para justificar o aún alabar algo se dice “es lo natural”, en realidad se está diciendo lo peor que se podía decir sobre ese algo; se está diciendo que es inhumano, que es la negación de lo humano.
La autoconciencia es suscitada por el imperativo moral que se le dirige al niño a través de la sociedad y que le intima la responsabilidad de sobreponerse a los instintos para tener en cuenta a los demás como personas, para respetarlos. Existo porque me hacen responsable. Soy hombre porque debo. Debo respetar los derechos humanos de los otros. Y soy más humano cuanto más los respeto. La resistencia de los ideólogos actuales contra el avance de los derechos humanos es resistencia contra la humanización de los mexicanos.
Notas:
(1) Véase Encyclopaedia Britannica, Historical Development. 1986, Vol. 20, artículo “Human Rights”, pp. 714-716.
(2) G.W.F. Hegel, Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften, A; Hambur, Meiner. núm. 482, 1969.
(3) Mariano Jiménez Huerta, Derecho penal mexicano, 4 vols., México, Porrúa, 1968. IV, p.140.
(4) Ino Rossi et al. (eds.), Anthropology Full Circle, Nueva York, Holt Rinehart Winston, 1977, p. 348.
(5) Laura Nader y Harry Todd Jr., The Disputing Process (Law in Ten Societies), Nueva York, 1978, p.17.
(6) Grundlinien der Philosophie des Rechts, Frankfurt, Ullstein, núm. 268 z, 1972.
(7) Mínima Moralia, Frankfurt, Suhrkamp, núm. 48. 1976.
(8) Genealogía de la moral, (Trad. Andrés Sánchez Pascual), México, Alianza Editorial, 1989, p. 77.
(9) Ibid., p. 86.
(10) J.J.W. Baker y G.E. Allen, Biología e investigación científica (Trad. George y Figueroa), México, FEI, 1970, p. 3.
(11) Vorlesungen über die Philosophie der Religion, 2 vols., Hamburg, Meiner, 1974, II, I, 94. nota 1.
(12) Emilio, “libro segundo”, nota, énfasis añadido.
(13) Hegel, Jenaer Schriften, Frankfurt, Suhrkamp, 1974, p. 378.
(14) Op. cit., III, 204.
(15) La Ciencia de la Cultura (Trad. Gerardo Steenks). Buenos Aires, Paidós, 1964, p. 41.
(16) Ibid., p. 52.
(17) De ánima, III, IV, 429b, 32.
(18) Véase J.R. Napier, Encyclopaedia Britannica, 1986, Vol. 23 artículo “Mammals”, p. 245, col. 2.
¿Qué Hacer ante la Modernidad?
José Porfirio Miranda
La Jornada Semanal, No. 233; Noviembre 28, 1993.
Para responder a esa pregunta necesitamos primero averiguar qué es la modernidad, naturalmente. Se trata de un hecho histórico muy concreto; no nos interesa el sentido vago por el que llamamos moderna a cualquier cosa nueva. El hecho histórico consiste en el conjunto de cambios radicales en la vida humana que se han estabilizado en Occidente desde el siglo VI, hasta hoy y que se están extendiendo al mundo entero. A partir de Max Weber, casi puede decirse que la sociología no ha hecho otra cosa que analizar el hecho histórico mencionado, de suerte que la bibliografía es amplísima; sin embargo, el conjunto de cambios en cuestión puede reducirse a seis rubros: lo técnico, educativo, administrativo ( y jurídico), político, social e intelectual (1). Sólo que, antes de recorrerlos, es imprescindible prevenir contra tres posibles enfoques preconcebidos que imposibilitarían una apreciación objetiva de la modernidad.
El primer enfoque, muy frecuente por desgracia, es el suponer que todo lo nuevo es bueno y mejor que lo anterior. Ese apriorismo no sólo es irracional, es antirracional, pues quiere que no usemos la razón para examinar las cosas en sí mismas, sin que nos baste conocer la fecha de costumbre, institución o idea para saber si es buena o mala: si es más reciente que su contraria, automáticamente sería mejor que ella.
El segundo enfoque apriorista es el de suponer que el hombre natural es bueno y que la civilización lo corrompe. Así como el primer enfoque decidiría sin examen, que hay que abrazar la modernidad, este segundo decidiría en contra de la modernidad sin analizarla, pues se supone que el hombre natural así como está, está bien y no necesita cambios en su vida. No es el momento de demostrar que esta divulgada convicción es enteramente falsa, (2) basta aquí citar, cómo resume Nietzsche la conducta del hombre natural: “ofender, violentar, despojar, aniquilar” (3). El testimonio es insospechable porque Nietzsche es el más entusiasta panegirista que haya habido nunca de lo natural. El hombre natural, como bien advirtió Hobbes, es un lobo para el otro hombre. Sólo los nazis pueden sostener que eso es bueno.
El tercer prejuicio consistiría en suponer que la modernidad es un todo indivisible, un sistema en el cual ninguna de sus partes puede existir sin las otras. El tener que optar en bloque impide toda apreciación, analítica y objetiva. Por fortuna precisamente la sociología sistémica ha hecho ver que, si bien entre las partes (subsistemas) de la modernidad hay interrelaciones e influencias, la función que cada subsistema desempeña respecto de los otros podría ser llenada de otra manera; (4) cada subsistema trata a los otros y al conjunto como entorno que hay que manipular, no como fatalismos que deterministamente le prescriban cómo tiene que ser él. Dice muy bien Luhmann: “Ningún sistema complejo puede darse el lujo de hacer depender todo de todo” (5). La integración del conjunto es más bien algo negativo: consiste en “evitar que las operaciones de un subsistema conduzcan en otro subsistema a problemas insolubles” (6). Nada nos obliga, pues, a pronunciarnos en favor o en contra de la modernidad con todos sus pelos y señales. Podemos apreciarla con discernimiento.
Primera Parte
1) Lo técnico. Los estragos ecológicos han hecho que hoy este rubro de la modernidad sea de lo más controvertido, pero hay ciertos hechos innegables que deben constatarse antes de toda discusión. Por ejemplo, la productividad agrícola. Al paso que, desde la inversión de la agricultura hace unos 10 mil años, hasta el siglo XV, diez familias producían el alimento de ellas diez más una, y a mediados del siglo pasado 50 familias producían el alimento de ellas más otras 50. Constatación por la que Marx exultaba entonces: el futuro de la humanidad estaba asegurado, la mitad de los seres humanos podía dedicarse a pensar, a cultivar las artes y las ciencias, a inventar cosas. Pero el proceso no terminó ahí. Hace 20 años cinco familias producían el alimento de 100 familias en los países más desarrollados; y hoy tres familias producen el alimento de 100. El crecimiento demográfico espectacular ha sido permitido por esta abundancia de alimentos. Otro ejemplo es la productividad industrial: los costos de la producción de tela de algodón disminuyeron de 100 a uno. Eso permitió que se generalizara el uso de ropa interior. No necesito enfatizar las ventajas de este adelanto. Otro ejemplo de técnica moderna generalizada es el uso de luz eléctrica y refrigeradores en las casas. Otro es el que tengamos agua corriente, excusados y regaderas. Piénsese además en los inventos técnicos de Pasteur y Flemming: no creo exagerado decir que las vacunas y la penicilina han salvado cientos de millones de vidas humanas. Basten esos hechos innegables.
En torno a la técnica de la modernidad hay dos posiciones indefendibles: el mito del progreso y el naturismo. Pero no se trata aquí de sacar el término medio. El mito del progreso sostiene que todo invento es bueno. En plan lógico, como se trata de una proposición afirmativa universal, bastan para refutarla las refinadas técnicas de lavado cerebral y las técnicas de tortura de Dan Mitrione. En plan concreto, lo que sucedía era que los secuaces de dicho mito se fijaban únicamente en el efecto inmediato y buscado de los inventos; mientras hoy los efectos secundarios, no pretendidos, por ejemplo la erosión y destrucción del entorno, han acabado con ese mito. En adelante la humanidad tendrá que examinar detenidamente cada nuevo invento si no queremos destruir nuestro planeta y con él la vida humana. Pero de ahí a sostener que en balance las técnicas de la modernidad han resultado negativas hay mucha distancia. No vamos a adorar la tierra. La tierra es un medio que tiene como fin al hombre, esta tesis metafísica tradicional aún es verdadera. La técnica, decíamos, ha permitido que vivan miles de millones de hombres que de otra manera no habrían vivido; para no insistir en la indudable mejoría cualitativa de la vida. Habrá incluso quien niegue que es bueno que hayan venido a la vida tantos seres humanos, pero sobre eso habría que preguntarles a los afectados mismos: habría que preguntarles si hubieran preferido no existir. Son las literaturas baratas, no los afectados mismos, quienes responden que sí.
No puede negarse que es inaplazable el tomar serias providencias sobre el crecimiento demográfico, pero démonos cuenta de que el único argumento sólido para defender la tierra es que así defendemos la posibilidad de vida de futuras generaciones. El fundamento de nuestra argumentación es la vida de los hombres y, por tanto, no puede mirarse como algo negativo el que, gracias a la técnica de la modernidad, hayan podido vivir tantos seres humanos que de otra manera no habrían vivido.
Para ampliar la superficie de cultivo fue necesario talar muchos árboles, pero quienes de ahí sacan argumento contra la modernidad desatienden el hecho de que hoy los bosques están desapareciendo precisamente en las regiones en donde la modernidad no ha llegado: Amazona, África y Asia. Los canadienses, los alemanes y los escandinavos siembran tres árboles por cada uno que talan. Y eso es técnica moderna. Este es el punto crucial: para salvar el planeta necesitamos más técnica, no menos. Toda la alarma ecológica es poca, pero tiene que desembocar en más técnica, no en menos. Y siempre teniendo en cuenta que es un mito que la naturaleza guarde equilibrio ecológico si el hombre no interviene. Los elefantes arrasan miles de hectáreas de bosques en África. Por el estudio de las formas fósiles sabemos que se extinguieron miles de especies antes de que apareciera la raza humana en el mundo. Se necesita más técnica, pero no una técnica engañada por el mito de que todo invento es bueno.
El discernimiento es obligatorio, y por cierto, no sólo en cuanto a los inventos futuros, sino también en cuanto a los que ya están en vigor. Por ejemplo, si los chinos adoptaran el mismo número de autos por cada 100 habitantes como en Estados Unidos, sería añadir 300 millones de autos a los que ya circulan por el planeta; la atmósfera no lo resistiría. Es más; si todos los pueblos produjeran tantos kilos de basura por habitante como el pueblo estadounidense, nos ahogaríamos todos en desechos y chatarra. A la humanidad no le queda más remedio que adoptar un modo de vida más sencillo, como recomendaban (en teoría) Fourier desde el siglo pasado y (en la práctica) los menonitas desde el siglo XVI. Muchos de los vínculos y fruslerías que inundan hoy el primer mundo son perfectamente prescindibles, responden a seudo-necesidades que han sido creadas mediante publicidad por el insaciable afán de lucro de los empresarios. Para eliminarlos no hace falta ser monacal y ni siquiera austero. Al contrario: lo que hace falta es aprender a gozar de las cosas bellas de la vida. La publicidad mencionada crea más bien un vacío que se renueva, una incapacidad de verdadero goce.
- Lo educativo. Este rubro de la modernidad es más importante que el anterior; si lo tratamos más brevemente es porque no da pie a controversias. Se trata de algo que no había existido nunca y en ninguna civilización: la modernidad introdujo educación para todos. Antes y en todas partes, la educación y la cultura eran privilegio del 1 por ciento de la población.
Es necesario precisar que lo que la modernidad entendió por educación no está en función de lo técnico y productivo; tan es así, que los empresarios se opusieron a la idea de dar educación a las masas. No se trata de adiestramiento, ni de adquirir habilidades (mentales o manuales) como en Japón. Sino de aprender a pensar con autonomía, a reflexionar con orden y con los conceptos adecuados, de aprender a apreciar el arte, de adquirir muchos conocimientos (como historia y filosofía) que no tienen utilidad pragmática de ninguna especie. La educación occidental es fin en sí, no es medio para otra cosa. Se trata de ser persona.
La extensión de este tipo de educación-para-todos al mundo entero tropieza naturalmente con dificultades que la extensión de la técnica no encuentra. No sólo se necesita un conjunto muy numeroso de maestros. Especialmente se necesita que los maestros tengan vocación. Vocación y un amor a la lectura que no sólo no se improvisan sino que no es posible crear en una o dos generaciones. Todo eso lo traía la modernidad como herencia del medievo y del renacimiento y de la intensidad intelectual del siglo XVIII. De paso algo de esto se creó en México durante el Virreinato, pero se encargaron de destruirlo primero el positivismo y después la mediocridad obligatoria de nuestro sistema educativo de los últimos 60 años.
Y también hacia dentro han surgido dificultades en los últimos decenios: la mercantilización del saber, o sea el hecho de que dependa de los títulos académicos la cuantía del ingreso, es una influencia alógena del quinto rubro (el capitalismo) sobre este segundo, y amenaza con arruinar la educación superior a corto plazo. Sin embargo, ese proceso degenerativo no necesariamente es irreversible.
- Lo administrativo y judicial. Los análisis sociológicos de la modernidad atribuyen a este rubro importancia capital: se creó un aparato gubernamental de eficacia incontrastable. Si se descubre que ciertas cosas son necesarias para el bien público, esas cosas se hacen caiga lo que caiga. No tendríamos ni los hospitales, la policía, las presas, las escuelas ni las carreteras que hoy tenemos, si se hubiera necesitado recabar la anuencia y el óbolo voluntario de cada uno de los habitantes. Sin el gobierno central moderno (iniciado por los monarcas llamados absolutos) y sin el zanjamiento de conflictos en forma autoritaria por los jueces, habría sido imposible la pacificación social que la palabra civilización implica y que se necesitaba para que la producción y la educación alcanzaran niveles esencialmente superiores a los de épocas anteriores. Es un hecho que todos los países del mundo están copiando la forma de aparato gubernamental y legal de Occidente.
El cuadro no es róseo, sin embargo. Baste mencionar el burocratísmo, el mito del derecho, la posibilidad (recientemente creada) de que el gobierno mediante sistemas de computación controle y fisgue a la población hasta en los más recónditos detalles. Y además la tentación de que algunos gobernantes crean que “mandatario” significa el que manda, sino que significa “al que se le manda”, como prestatario significa “al que se le presta” y arrendatario ” al que se le arrienda”, etcétera. Mandatario y mandadero son etimológicamente sinónimos. El mito del derecho consiste en creer que una ley positiva es obligatoria a pesar del contenido, independientemente de si es moral o inmoral. Pero una cosa es que se le imponga penas a quien la viole y otra cosa es que sea obligatoria. Constricción no es lo mismo que obligación. Si la filosofía vuelve por sus fueros en los años próximos, creo que el mito del derecho tiende a desaparecer. En cambio el burocratismo no da señales de desaparecer, y puede quitarle gran parte de su eficacia a cualquier aparato gubernamental.
- Lo político. El invento político de la modernidad consiste en la democracia y en los derechos humanos. Los griegos inventaron la palabra democracia, pero la realidad de la democracia es algo recientísimo y típicamente occidental; tan reciente que es en nuestro siglo cuando se otorga el voto a las mujeres. En Atenas cuatro quintos de la población eran esclavos; a los griegos les faltaba la convicción de que todos los seres humanos tienen dignidad infinita, que es la única base lógica posible tanto de la democracia como de los derechos humanos.
Siguiendo a T. H. Marshall, los estudios sociológicos de la modernidad han dividido los derechos humanos en tres capítulos, que por cierto llegaron a realización y reconocimiento oficial sucesivamente en este orden: primero los derechos cívicos, después los electorales, y finalmente los derechos laborales, aunque no son exactamente ésas las denominaciones que usa Marshall (7). Los derechos cívicos protegen al individuo contra injerencias del gobierno en la vida, libertad y propiedad de las personas; son los derechos humanos más famosos y más mencionados en las declaraciones inglesa (1689), americana (1776) y universal (1948); por ejemplo, la libertad de conciencia, la de movimientos y residencia, la de reunión, la de profesión, la de matrimonio, etcétera. Los derechos electorales (en los cuales se sostiene la democracia) autorizan a los individuos a participar en la formación de la opinión y de la decisión colectivas; incluyen fundamentalmente el derecho de votar y de ser votado. Aparte de protección contra accidentes en el lugar de trabajo, los derechos laborales garantizan un ingreso mínimo, seguro de desempleo, seguro de enfermedad, seguro de ancianidad. Nótese que el derecho a votar y ser votado fue conquista laboriosa y paulatina a todo lo largo del siglo XIX, y que los derechos laborales (realidad llamada también estado benefactor) son conquista ya de nuestro siglo. Y nótese también que en México el segundo capítulo no ha llegado y el tercero casi tampoco, pues democracia todavía no tenemos y el salario mínimo y el seguro de ancianidad son más bien un sarcasmo, mientras el seguro de desempleo ni siquiera nominalmente se ha introducido.
- Giddens polemiza con Marshall negando que la realización sucesiva de esos tres capítulos o grupos de derechos hayan sido un proceso evolutivo que se desarrollara por su propia dinámica interna Giddens hace notar que tanto el segundo como el tercer capítulo se consiguieron más bien con base en luchas durísimas y encarnizadas (8). Y bien, desde luego es falso que, como parece sostener Marshall, el proceso haya sido causado por la dinámica interna del capitalismo; los capitalistas se opusieron con todas sus fuerzas al reconocimiento oficial de muchos de esos derechos . Pero la polémica de Giddens me parece superficial. Desde un principio el verdadero motor interno de todo el proceso fue, no el capitalismo, sino la convicción de la dignidad infinita de todas las personas. Dicha convicción es la única base posible de la tesis de la igualdad de los hombres, pues la igualdad no es dato empírico en forma alguna, y por otra parte quien dice que son iguales en cuanto a la inteligencia no se sabe de qué está hablando decir que el super dotado y el tono son iguales en cuanto a inteligencia resulta francamente paradójico; aparte de que necesitamos que también los dementes. Privados de inteligencia, sea respetados en su dignidad infinita. La convicción de dignidad infinita se originó en esa caldera de meditación que se llama medievo. Oigamos a Hegel: “Dice la Escritura que Dios hizo al hombre a su imagen; ése es el concepto de hombre” (9). Eso fue lo que meditaron los occidentales durante 1 000 años de medievo y lo que se ha venido a convertir en instituciones durante la modernidad; ni es de extrañar que tardara tanto en sacar sus propias consecuencias una convicción tan única y tan antinatural en la historia humana. No es mera precisión erudita de historiador de las ideas de hacer constar que los medievales llegaron a dicha convicción meditando la pasión de Cristo: como Cristo murió por todos, todos tienen dignidad infinita.
- Lo social. Lo social de la modernidad se llama capitalismo y en el fondo es lógicamente incompatible con los rubros segundo y cuarto que hemos enumerado. En la introducción advertíamos que la modernidad de ninguna manera es un todo indivisible. El capitalismo se caracteriza por tres elementos: la búsqueda del propio provecho como único móvil de las acciones, la propiedad privada de los medios de producción y la estratificación de la sociedad en diferentes niveles de ingreso y por tanto de vida. El móvil del propio provecho es obviamente incompatible con el respeto a los derechos humanos del prójimo.
La estratificación de la sociedad en diferentes niveles de vida se basa en una convicción esclavista ligeramente modificada; la convicción original decía que unos deben ser amos y otros deben ser esclavos; ya modificada dice que unos deben ser ricos y otros deben ser pobres, para asegurar esto basta sostener que los diferentes tipos de ocupación merecen diferente remuneración e ingreso. Como siempre habrá “oficios humildes” (herrero, tornero, labriego carpintero, etcétera,) y siempre habrá oficios directivos (gerente, ingeniero, etcétera), basta sostener que a diferentes tipos de trabajo deben corresponder diferentes remuneraciones, y se consigue indefectiblemente que siempre haya en la sociedad ricos y pobres. En análisis económico estricto es imposible demostrar que la aportación de cierto tipo de trabajo a la obra común produce más valor que la aportación de otro tipo de trabajo (10). Si los obreros en la modernidad han aceptado que se les remunere con un nivel de vida inferior al de los empresarios, ha sido porque no les quedaba más remedio y sobre todo porque los obreros mismos participan de la convicción (de origen esclavista) de que a ciertos trabajos debe corresponder menor remuneración que a otros. Pero esa convicción, repetimos, es científicamente injustificable; obedece a una inercia de milenios: eran los esclavos quienes desempeñaban los oficios humildes, quienes hoy los desempeñan simplemente heredan la costumbre de vivir en inferior nivel de vida y como ciudadanos de segunda. También atávica es la convicción de que el trabajo femenino (gestación, crianza, aseo de la casa, cocinar, lavar, etcétera) es menos valioso que el masculino. Aun las mujeres participan de ese error, y Marx mismo cae en él: siguiendo a Smith llama improductivo al trabajo doméstico.
En cuanto a la propiedad privada de los medios de producción nótese que, si la modernidad llegó a darse cuenta de que la democracia es moralmente obligatoria, es por esto: si no hay democracia, unos cuantos toman las decisiones que afectan a todos, y por tanto están tratando a los demás como si no fueran sujetos sino meros objetos, lo cual es atropellar el principio de que todos tienen dignidad infinita. Ahora bien, la propiedad privada de los medios de producción significa que en lo económico unos cuantos toman las decisiones que afectan a todos y por tanto los tratan como objetos y no como sujetos. Por eso decíamos que el capitalismo es lógicamente inconciliable con el rubro cuarto de la modernidad. El más claro síntoma de esa inconciliabilidad es el silencio que los teóricos liberales han decidido guardar sobre el porqué racional de la democracia; se han decidido a defender la democracia sin dar razones, simplemente porque sí. Es que ese porqué no sólo vale contra la dictadura en lo político sino también contra la propiedad privada de los medios de producción en lo económico.
- Lo intelectual. En lo intelectual la aportación de la modernidad es la confianza en la razón, la seguridad de que hay verdades (tanto ontológicas como morales) que se pueden demostrar con igual o mayor astringencia que la tesis de las ciencias naturales. Por dos razones me parece que esa aportación tiene un futuro inmenso. Primero, porque se necesita la confianza en la razón para seguir sosteniendo los derechos como algo que no depende de la ley positiva de ningún país, o sea como algo que se demuestra objetivamente. Y segundo porque si la humanidad del futuro no quiere depender del uso de la fuerza y de la imposición prepotente para dirimir sus deferencias, el único camino será confiar crecientemente en las demostraciones racionales,
Pero confiar en serio, sabiendo que la razón puede conocer la realidad en forma definitiva; no confiar a medias como propone Habermas , el cual, es cierto, se remite a un consenso, pero a un consenso que no es sobre la verdad objeto va y que por tanto es un acuerdo provisional y falible, accediendo al cual no contraigo obligaciones morales en absolutas y por consiguiente puedo negarlo el día en que me convenga.
No puede ser racional un consenso que parte del presupuesto de que la verdad no existe. Dice Habermas: “esos conceptos fuertes de teoría, verdad y sistema que, desde hace por lo menos 150 años, pertenecen al pasado” (11).
Es autorrefutario hacer que la racionalidad consista en que el procedimiento es racional sea la realidad como fuere, pues sólo podemos llamar racional a un procedimiento por su capacidad de llevarnos a conocer la realidad, la verdad. Si la realidad es incognoscible, si la verdad no existe, carecemos de todo criterio para distinguir entre procedimientos racionales y procedimientos irracionales.
Además, si preguntamos ¿y por qué debe haber consenso a todo esto?, Habermas está lógicamente incapacitado para responder, y entonces su exigencia de consenso es un antojo arbitrario. En efecto, si preguntamos ¿por qué recabarse la anuencia de todos?, La única respuesta posible es: porque todos son sujetos y proceder sin consultarlos como objetos. Ahora bien, esa verdad objetiva (que todos son sujetos) no puede someterse a votación, no puede a su vez depender del consenso, pues la necesidad de consenso depende precisamente de ella. La teoría consensual de la verdad, para poder ser defendida, depende de una verdad no Consensual, y por tanto es falsa.
Es un fenómeno pasajero y cuantitativamente insignificante el escepticismo que hoy han puesto de moda algunos intelectuales que declaran terminada la modernidad o próxima a su fin. Analicemos tal declaración por partes. La técnica nos va a ser indispensable para combatir la contaminación, y de hecho piensan las universidades en todo menos en suprimir las carreras técnicas. El plan de educación para todos tiene mucho camino por recorrer. Los aparatos estatales y judiciales no parecen estar volviéndose innecesarios. Los derechos humanos son en este momento un oleaje tal que, si no conociéramos su historia, casi diríamos que está empezando. El capitalismo, por desgracia, tampoco da señales de terminar. La concentración urbana no parece un proceso fácilmente reversible. Los medios masivos de comunicación están en pleno auge. Entonces sólo pueden referirse a lo intelectual mismo que anuncian el fin de la modernidad. Pero es una profecía muy curiosa: sólo cumple dentro del mismo pequeño grupo de intelectuales que la profetizan. Cierto, ese grupo es el más bullicioso porque los editores, mercaderes como son, únicamente publican lo sorprendente y nuevo, pero de ninguna manera representa siquiera a la mayoría de los intelectuales que hoy existen, ni hablar de la mayoría de la población. Para ese grupo la confianza en la razón y el conocimiento de verdades absolutas han terminado, y
lo que a ellos les ha sucedido en sus vidas privadas lo proyectan sobre la sociedad entera y dicen que la modernidad se ha vuelto escéptica. Es un wishful thinking para no sentirse solos.
Pongamos un ejemplo sobresaliente de ese espejismo. Dice Habermas: “En las sociedades industriales de Occidente la conciencia religiosa está en trance de desaparecer” (12). Precisamente en el momento en que el pulular de movimientos religiosos no tiene precedentes en la historia occidental, ese grupo de pensadores dice que la mentalidad religiosa está desapareciendo. Los pueblos no sólo siguen convencidos de verdades absolutas como la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, la objetividad de los juicios morales fundamentales, la creación del mundo por Dios; sino que en la estructura misma del fenómeno histórico llamado modernidad desempeñan esas verdades un papel central. Un testigo más imparcial de esto que Karl Poper, no podría yo acudir, sólo téngase en cuenta que Poper da a la palabra individualismo un significado muy peculiar (aunque plausible):
El individualismo, unido con altruismo, se ha convertido en la base de nuestra civilización occidental. Es la doctrina central del cristianismo (“ama a tu prójimo”), dicen las escrituras, no “ama a tu tribu”); y es el núcleo de todas las doctrinas éticas que han brotado de nuestra civilización y la han estimulado. También es, p.e., la doctrina práctica central de Kant (“reconoce siempre que los individuos humanos son fines, y no los uses como meros medios para tus fines”). No hay ningún otro pensamiento que haya sido tan poderoso en el desarrollo moral del hombre (13).
Ante las recientes investigaciones de campo el dogma sociológico de la secularización parece estar convirtiéndose en humo para la sociología misma. Dice Luhman sobre secularización: “se ha vuelto una palabra ambigua, de uso equívoco, un concepto difuso” (14). Y Talcott Parsons ya había dicho en 1978:
En mi opinión la ética protestante está muy lejos de haber muerto. Continúa informando nuestras orientaciones en importantes sectores de vida, lo mismo hoy que en el pasado. Seguimos valorando el trabajo racional y sistemático en lo que es nuestra “vocación”, y lo que hacemos movidos por lo que, a algún nivel, sigue siendo un trasfondo religioso. En mi opinión, el aparato instrumental de la sociedad moderna no podría funcionar sin un generoso componente de esta clase de valoraciones (15).
Desde el punto de vista cuantitativo y sociológico es falso que el elemento intelectual de la modernidad esté llegando a su fin: el grupo de intelectuales escépticos constituye menos de 0.1 por ciento de la población. Y desde el punto de vista cualitativo, en estricta lógica tenemos que decir que una filosofía sigue vigente mientras no se la refute demostrativamente. Ahora bien, eso es precisamente lo que no hacen los intelectuales en cuestión: no se meten a la lógica misma de la argumentación, al contrario solamente dicen que la confianza en la razón ya pasó de moda, siendo así que sólo ha pasado de moda para ellos y eso en el sentido auto confirmatorio de que ellos mismos entre sí se dicen que ha pasado de moda. Véase cómo, con un golpe de seudo sociología, se exime Habermas de analizar las razones de la filosofía: “Las interpretaciones de una etapa superada, cualquiera sea la textura que tengan en lo que atañe a contenido, quedan categóricamente devaluadas con el tránsito a la siguiente. No es esta o aquella razón que la ya no convence; es el tipo de razones el que deja de convencer” (16). Es la prepotencia del escéptico que no atiende razones porque de antemano ha declarado que la razón no tiene nada que hacer. Este golpe de mano es demasiado irracional y arbitrario como para durar; por eso decía que se trata de un fenómeno pasajero. Lo digo también porque, como es notorio que cualquier formulación de la posición escéptica envuelve auto contradicción (17), resulta demasiado incómodo y hasta penoso el estar sosteniendo una tesis a todas luces contradictoria: implícita o explícitamente se les está diciendo a esos pensadores: Señores, ¿qué puede hacer su interlocutor más allá de demostrarles que su posición es contradictoria?, ¿Qué esperanzas tenemos los seres humanos de llegar a entendernos si esa demostración no es argumento suficiente?
Segunda Parte
¿Qué hacer ante la modernidad ? Respondo: exigirle congruencia. Congruencia hacia dentro, entre sus diversos componentes, y congruencia hacia fuera, hacia el tercer mundo. No estamos en fin de época.
Al contrario: la modernidad va a seguir, lo queramos o no. Sólo importa que ahonde lo mejor de ella misma y lo extienda, eliminando los elementos que lógicamente son incompatibles con ello.
Sobre congruencia hacia dentro quizá no conviene ahora insistir después de lo dicho en el rubro quinto. Sólo mencionemos un punto que atañe al rubro tercero (el sistema legal), punto en que la incongruencia debería haber saltado a la vista desde hace mucho tiempo: es la famosa libertad contractual que constituye el centro de los códigos de derecho civil. Con su cinismo siempre vehemente la encomia Luhmann hasta las nubes como unos de los mayores logros (reducciones de complejidad) de la modernidad: “Con ello queda el contrato, pese a que es figura de derecho, desobligado de la exigencia de justicia interna” (18). Al sistema legal y judicial le basta para dar por bueno el contrato e incluso sancionar a quien lo viole, el hecho de que ambas partes firmaron; la justicia no le interesa. Desobligándose de la moral reduce uno evidentemente mucho la complejidad del mundo y de las acciones. El caso más flagrante es el contrato laboral por el que el obrero “acepta” un inferior nivel de vida para sí, para su mujer y sus hijos. Pero Luhmann no ha visto que, aun prescindiendo de la justicia, hay incongruencia: los principios mismos del derecho contractual establecen que un contrato es inválido si alguna de las partes accede bajo constricción irresistible o bajo engaño, ¿y qué mayor constricción que la perspectiva de morirse de hambre si no accede? Una pistola no amenaza con algo peor que eso. ¿Y qué mayor engaño que la convicción, derivada del esclavismo, de que ciertos tipos de trabajo merecen inferior nivel de vida y ciudadanía de segunda?
Hacia fuera: la modernidad tiene obligación moral estricta de coadyuvar al desarrollo del tercer mundo, si es congruente. Pero para darse cuenta de ello necesita desechar los inservibles conceptos de justicia que en la teoría ha estado manejando y que jamás habrían podido ser fundamento de los derechos humanos. Pocos temas tienen tanta importancia para el futuro como éste.
En primer lugar, el concepto aristotélico de justicia es de lo más decepcionante que ha habido, y no podía sino serlo. Es una salida de perplejidad: lo justo viene a consistir en no ser ni cobarde ni temerario, ni derrochador ni tacaño, ni mustio ni fanfarrón, ni impotente ni lascivo, ni abstemio ni borracho, etcétera. Puras negociaciones que no arrojan nunca un contenido positivo para el concepto de justicia; “sacar el término medio” es lo que siempre dicen los que no tienen nada propio que decir. Era imposible que nos dijera qué es la justicia un pensador para quien la esclavitud no tiene nada objetable, un pensador que todavía no sabe que todos los hombres tienen dignidad infinita.
En segundo lugar, el concepto de justicia de los juristas romanos, “a cada cual lo suyo”, es evasivo, es un concepto enteramente vacío, no dice nada, pues nos deja perfectamente a oscuras sobre qué es lo “suyo”. Y hay algo peor: evidentemente ese concepto da por inobjetable, por bien adquirida, la distribución que ya existe de la riqueza y sólo cuida que no se altere, que cada cual conserve lo “suyo”. Supone que la justicia no tiene nada que decir en contra de lo que ya existe, en contra de lo ya adquirido (por los medios que sean), en contra de una sociedad en que unos son ricos y otros son pobres , vamos ni siquiera en contra de una sociedad en que unos son amos y otros son esclavos, pues el amo siempre podrá alegar que el esclavo es “suyo”.
En tercer lugar, el concepto medieval de salario “justo” arrastra esa tara romana conservadora del status que, pues hace consistir la justicia del salario en que ésta sea suficiente para que el asalariado y su familia satisfagan las necesidades específicas del estrato social a que pertenecen. Lo justo está en conservar la sociedad jerarquizada y estratificada como es. Nótese que quien resuelve atenerse a lo que ya existe da muestras de la misma perplejidad y falta de un contenido positivo que ya veíamos en la doctrina de Aristóteles. Los filósofos medievales no llegaron a conceptuar el concepto de justicia que en la religión medieval estaba madurando.
En cuarto lugar, el concepto de justicia de Rawls es el peor de todos (19). Conectar la justicia con la búsqueda del propio interés es suprimir el carácter moral de la justicia. Es reeditar a Hobbes. Quiere Rawls que imaginariamente nos pongamos en la “situación original” con un “velo de ignorancia” ante los ojos para que, sin saber todavía qué papel desempeñaremos en la sociedad, imparcialmente juzguemos qué grado e riqueza y bienandanza debe corresponder a cada uno, teniendo muy en cuenta que, si no juzgamos con objetividad, podemos salir perjudicados en caso de que la vida real nos coloque de hecho en un papel al que no habíamos adjudicado todo lo que merecía. El motivo para ser imparciales es la búsqueda del propio provecho, el evitar que podamos salir perjudicados. El egoísmo “inteligente” (todavía peor) convertido en norma suprema.
Por supuesto, la lógica misma de la construcción de Rawls deja a éste en la estacada. Si de egoísmo se trata, ya en la vida real no tengo por qué guardar la palabra que en la “posición original” había dado; toda mi estrategia puede incluso abarcar en sus cálculos el hecho de que los demás se han comprometido a imparcialidad, y aprovecharse de eso, quién les manda por ingenuos; en la posición original también yo prometo, y con eso consigo que en la vida real los demás esté, desprevenidos respecto de mi verdadero plan que es explotarlos a todos sin resistencias.
Además hay contradicción preformativa en el hecho mismo de que Rawls publique su libro. Su sistema se construye sobre la presuposición de que el verdadero móvil del hombre es la búsqueda del propio provecho; sin eso toda la construcción carece de sentido. Pero si el móvil de Rawls mismo es el propio provecho ¿para qué nos previene diciéndolo? A él le conviene más que nosotros no lo sepamos; él sacaría más provecho si nos deja en nuestra ingenuidad. Su libro es círculo vicioso. Y si todo es una maniobra para engañarnos, entonces ni se nos acerque; no tenemos por qué leer el libro.
Pero, repitamos, independientemente de sus contradicciones lo intolerable del intento de Rawls es una injusticia sin moral. El futuro de la humanidad depende de que caigamos en la cuenta de esto: la moral empieza precisamente ahí donde termina la búsqueda del propio provecho. En eso consiste el imperativo categórico en contraste con el condicionado.
El tercer mundo, interpelando al primero, tiene que hacer valer el verdadero concepto de justicia: el respeto a la dignidad infinita de todas las personas. Lo cual es simplemente exigirle congruencia, pues es este concepto, y no alguno de los cuatro que hemos mencionado, el que está en la base de las declaraciones de los derechos humanos. No debe introducirse separación entre el contenido del concepto de justicia y la demostración de que es obligatorio hacer justicia. Es la demostración la que determina el contenido del concepto. Ahora bien, en este caso la única demostración posible es percibir el imperativo categórico que se nos dirige en referencia a todas las personas y que se traduce diciendo que todos tienen dignidad infinita. Ese es el contenido del concepto de justicia. Digo que no debe introducirse separación porque para nada serviría poseer el concepto de justicia si no se demostrara que es obligatorio hacer justicia.
También los habitantes del tercer mundo son personas y por tanto tienen dignidad infinita. Aun la mera omisión de ayuda peca contra ese concepto de justicia. Los pobres y subdesarrollados no pidieron venir al mundo, sus sufrimientos son inmerecidos, por consiguiente es un injusticia lo que padecen. El que no se duele al ver sufrir a otros es un inmoral, no algo menos que eso. El primer mundista tiene que decirse: aquéllos merecen exactamente el mismo respeto que yo.
Es muy importante advertir que sólo en ese concepto puede fundamentarse la demanda ecologista de salvar el planeta. Es inoperante apelar al instinto de conservación y al propio provecho: si de eso se trata, yo como quiera ya salí bien librado, a mí ya no me tocó la catástrofe, ¿qué me importa lo que pueda pasarles a las próximas generaciones? El único argumento sólido es la justicia consistente en el respeto a la dignidad de las personas futuras. Si ese argumento no es fehaciente, no hay razón alguna para que la actual generación cuide la tierra. Ahora bien, el tercer mundo arguye así: hay la misma injusticia en discriminar a los que están lejos en el espacio que en discriminar a los que están lejos en el tiempo. Son personas tanto los unos como los otras. Si no hay razón para mirar por los subdesarrollados, tampoco hay razón para cuidar el planeta.
Lo que hay que denunciar son las injusticias como las que acabo de mencionar, y no una supuesta explotación del tercer mundo por el primero, la cual probablemente no existe y sólo sirve para provocar autocompasión colectiva que se gusta a sí misma. En vez de análisis objetivos suele hacerse demagogia enfermiza olvidando cuán frecuente es el caso del que no emprende nada porque está dedicado a culpar a los otros de los males propios. Lo único que así se consigue es que el subdesarrollo deje de ser inmerecido.
Permítaseme citar esta síntesis de muchos análisis objetivos formulada por Johannes Berger:
Los países desarrollados realizan la mayor parte de su comercio unos con otros, y sostiene solamente un pequeño volumen de comercio con los países subdesarrollados, mientras estos últimos hacen poco comercio entre sí y en cambio efectúan la mayor parte de su comercio en relaciones con los países desarrollados . Eso permite inferir que los países desarrollados perfectamente pueden vivir sin el comercio con los subdesarrollados, pero los subdesarrollados no pueden vivir sin el comercio con los desarrollados (20).
Esa posibilidad que tendrían los desarrollados se corrobora por las estadísticas mundiales de alimentos: el conjunto que forman Europa, Canadá, Estados Unidos y Australia constituye el 30 por ciento de la población mundial y produce el 60 por ciento de los alimentos del mundo (21). Teniendo alimentos uno podría prescindir del resto del mundo. En cambio el tercer mundo no es auto suficiente en alimentos.
Sería evasivo y falto de objetividad sugerir que los volúmenes de comercio resumidos por Berger son un espejismo debido a las diferencias de precios y que la explotación se efectúa precisamente deprimiendo los precios de los productos tercermundistas y elevando los de los productos primer mundistas. No fueron Jimmy Carter y Europa quienes fijaron el precio del petróleo en 1973; fueron los árabes, y el efecto perdura: antes de ese año el barril de crudo costaba 2 dólares y hoy cuesta 17. Y si todos los países tropicales, en vez de producir alimentos para sus pueblos, se ponen a cultivar café, naturalmente hay sobreproducción y el precio se viene a pique; pero no es el primer mundo quien lo fija. Y lo mismo se dirá del banano y el azúcar. Por lo demás, los hechos son precisamente al revés de lo que esa demagogia supone: los muebles americanos son más baratos que los mexicanos, la leche americana es más barata que la mexicana, la vacuna antirrábica americana cuesta la tercera parte de lo que cuesta la mexicana, el servicio telefónico americano cuesta la mitad de lo que cuesta el mexicano, el papel americano es más barato que el mexicano, el filamento de la fotos, la cuchillería, la loza, la ropa, los electrodomésticos, la carne, el pollo, el huevo, el trigo, el maíz, el sorgo, etcétera. ¿Como puede alguien, ante estos hechos, sostener que el primer mundo infla sus propios precios y deprime los nuestros? Y además, ¿cómo valuar la técnica quirúrgica que nos exportó el primer mundo, el uso de la penicilina, el invento de la electricidad, las ciencia, la música de Bach, las ideas, los libros, la formación de intelectuales?
No, no es denunciando injusticias tan dudosas como podemos hacer algo positivo por nuestros países, sino esgrimiendo el verdadero concepto de justicia y exigiéndole congruencia a la modernidad.
Notas:
(1) El rubro llamado de la ciencia podría reducirse en parte a lo técnico, en parte a lo educativo, y en parte a lo intelectual. Los que no se dejan reducir son estos dos rubros: la urbanización y los medios masivos de comunicación. Los omitimos por abreviar y porque su consideración filosófica no haría que nuestra línea general de argumentación fuera diferente. Pero reconozco que esa omisión es una deficiencia sociológica del cuadro aquí trazado. Nadie es perfecto
(2) Véase mi Hegel tenia razón, UAM-Iztapalapa, México, 1989, cap. VI.
(3) Friedrich Nietzche, Genealogía de la moral, trad. de A. Sánchez Pascual, Alianza, México, 1989, p. 86.
(4) Véase Niklas Luhmann, Soziale Systeme, Suhrkamp, Frankfurt, 1991.
(5) Véase Niklas Luhmann, Funktion der Religión, Suhrkamp, Frankurt, 1992, p. 184.
(6) Ibid, p. 242.
(7) T. H. Marshall, Citizenship and Social Class, UP, Cambridge, 1950.
(8) A. Giddens, Profiles and Critique in Social Theory, londres, 1982.
(9) G.W.F. Hegel, Vorlosungen über die Philosophie der Religion, 2 vols., Meiner, Hamburg, 1974, vol. II, p. 127.
(10) Véase L.J. Zimmerman, Geschichte der theoretischen Volkswirtschaftslehre, Bund, Colonia, 1954, pp. 135-140
(11) Junger Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, trd. M. Jiménez Redondo, Taurus, Buenos Aires, 1989, p. 253, n.74.
(12) Junger Habermas, Zur Rekonstruktion des Historischen Materialismus, Suhrkamp, Frankfurt, 1976, p. 52.
(13) KarlPopper, The Open Society and its Enemies, 2 vols. Routledge, Londres, 1974, vol. I, P. 202.
(14) Niklas Luhmann, Funktion der Religion, op cit., p.225, véase las investigaciones citadas en las notas de las pp. 225-226.
(15) Talcott Parsons, Action theory and the Human Condition, Nueva York, 1978, p. 320.
(16) Teoría de la acción comunicativa, 2 vols. trad. M: Jiménez Redondo; Taurus, Madrid, 1987, vol. I, p. 101, cursivas de Habermas.
(17) Véase mi artículo La farsa llamada escepticismo, en la jornada semanal, 18 de abril de 1993.
(18) Niklas Luhmann, Rechtssoziologie, Westdeutscher Verlag, Opladen, 1987, p. 327.
(19) Rawls, A Theory of Justice, Up, Harvard, 9a. ed., 1978.
(20) Apud Johannes Berger (ed.), Die Moderne-Kontinuitaten und Zäsuren, Schwartz, Göttingen, 1986, pp. 84y ss.
(21) Véase H. Glubrecht apud Gadmer y Vogler (eds.), Sozialanthropologie, Thieme, Stuttgart, 1972, p. 56.
El Bien y las Ciencias Sociales
José Porfirio Miranda
La Jornada Semanal, No. 257; Mayo 15, 1994 pp; 32
El espantajo que nos han estado agitando enfrente durante todo este siglo es la prohibición cientificista de los juicios morales, o sea la prohibición de expresiones como “se debe hacer”, “es justo” o “es injusto”. De nada ha servido señalarles que ellos mismos están diciendo que algo no se debe hacer y que por tanto se contradicen. A sí mismo se lo permiten todo, aun la contradicción, y se han encastillado en la denuncia de la falacia naturalista, o sea en la observación estrictamente lógica de que un “debe” no puede inferirse de un “es” y que, por tanto, un juicio moral no puede jamás fundamentarse, ya que las premisas de toda demostración tienen que ser constativas ( llevar “es”); y que lo que no se fundamenta es anticientífico.
Es curioso: exigen que sigamos un proceso con exclusión de otros, pero a ese proceso ellos mismos lo llaman falacia. Son de sobra conocidas esas estrategias: consisten, como bien dice Taylor, en “fijar las reglas del discurso en interés de una sola posición declarando incoherentes los enfoques concurrentes” (1). De nada ha servido que MacIntyre haga constar:
Llamar a un argumento falaz es siempre describirlo y evaluarlo. Resulta asaz paradójico que la imposibilidad de deducir conclusiones evaluativas a partir de premisas factuales se haya presentado como una verdad de la lógica cuando es precisamente en la lógica donde esa coincidencia de descripción resulta más obvia” (2).
Digo que de nada han servido esos contrargumentos porque incluso autores tan opuestos entre sí como Habermas y Hösle (y podríamos citar muchos otros) se siguen mostrando irrecuperablemente impresionados por la denuncia de la falacia naturalista. Dice Habermas:
Aclarado a partir de Hume, como cuestión de principio, el dualismo entre ser y deber, entre hechos y valores, significa que no es posible deducir de sentencias declarativas o enunciados sentencias prescriptivas o juicios de valor (3).
Adviértase que en balance todo el sistema de Habermas, incluida la teoría consensual, parece motivado por dicha denuncia, pues es un intento (frustrado, en mi opinión) por justificar los juicios morales sin recurrir a la realidad, a los hechos.
Por otro lado, aunque rechaza el sistema habermasiano, declara:
…incluso quien no participa del escepticismo de Hume[…] debería de todos modos reconocer que sus dos intuiciones, la de la imposibilidad de fundar en lo empírico las categorías, y la de la imposibilidad de deducir de sentencias con es sentencias con debe, son dos duraderas hazañas intelectuales que le aseguran su lugar entre los grandes filósofos (4).
No citemos otros, todos los autores parecen definitivamente impactados por la famosa denuncia. Pienso que ya es hora de agarrar el toro por los cuernos y responder en estricto rigor lógico a ella. Sólo que antes conviene mencionar cinco temas extremadamente importante que, aunque se relacionan íntimamente con el nuestro, no parecen haberse tenido en cuenta para nada.
Por ejemplo, cuando dicen que no se puede fundamentar un juicio moral, ¿qué significa fundamentar? No querrán referirse, supongo, a la deducción de una proposición singular desde una universal que, por ser universal, ya la contiene. Esa operación es una mera tautología, no aumenta el conocimiento, solamente explícita lo que ya estaba dicho. Que una proposición ha sido fundamentada sólo puede significar que tengo obligación de aceptarla. Lo moral ya está en la idea misma de distinguir entre lo fundamentado y lo no fundamentado. No es posible, con base en esa idea, excluir lo moral.
Esto nos introduce en el segundo tema: la lógica misma. Husserl ya hizo ver esto: no es que no podamos cometer contradicción, sino que no debemos. La posibilidad psicológica de que dos juicios opuestos existan en la misma mente, no es infrecuente descubrirla realizada en personas normales y aun en autores famosos. Dios Husserl:
Erdmann interpreta la imposibilidad de negar las leyes del pensamiento como impracticabilidad de esta negación. Pero […] es imposible como ideal, en sentido ideal. Esta imposibilidad ideal no pugna en absoluto con la posibilidad real del acto de juicio negativo (5).
El respetar el principio de contradicción es, como muy pocas, una obligación moral, dado que, como percibamos en reflexión serena, aun a solas no obliga, no sólo en el trato con los demás. La lógica es una disciplina moral muy severa, no transige con nuestros antojos, puede incluso ir en contra de nuestro propio provecho. ¿En qué están pensando, entonces, los que esgrimen la lógica para excluir la moral?
Así encontramos en nuestro tercer tema: la búsqueda de la verdad. Los denunciadores de la falacia naturalista dicen que es imposible saber si los juicios morales son verdaderos o falsos. ¿Habrán reflexionado alguna vez lo que significa su propia exigencia de lo verdadero? Este análisis de Durkheim es un poco largo, pero muy pertinente:
…la vida lógica supone que el hombre sabe, confusamente al menos, que existe una verdad distinta de las apariencias sensibles. Más ¿cómo ha podido llegar a esta idea? […] nada hay en la experiencia inmediata que fuera capaz de sugerirla; todo lo contradice incluso. Ni el niño ni el animal tienen el más mínimo barrunto de ella. La historia muestra, por lo demás, que ha tardado siglos en brotar y constituirse. En nuestro mundo occidental fue con los pensadores griegos con quienes esa idea alcanzó por primera vez una conciencia clara de sí misma y de las consecuencias que implica […] Pero si en esa época quedó expresada en fórmulas filosóficas, era necesario que estuviera ya presente en estado de un sentimiento oscuro (6).
Hegel ya había descubierto ese origen religioso de la iniciativa de distinguir entre lo verdadero y lo falso:
La religión es la conciencia de aquello que es lo verdadero, en su más pura e indivisa determinación. Todo lo demás que se caracteriza como verdadero, es válido para mí en cuanto concuerda con su principio en la religión (7)
Pero lo más interesante es que Nietzsche, clarividente por odio, descubrió lo mismo:
…también nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y anti-metafsicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina (8).
Por supuesto, al repudiar la moral y la religión, Nietzsche tiene que repudiar la idea misma de distinguir entre lo verdadero y lo falso: “No es más que un prejuicio moral el que la verdad vale más que la apariencia” (9). Este último texto afila nuestra cuestión: preferir la verdad es una decisión moral. Prejuicio moral, según Nietzsche. Me parece evidente que no puede justificarse nuestra exigencia de lo verdadero, si no es por un imperativo moral que todo hombre percibe. Por tanto, es auto-contradictorio rechazar lo moral en nombre de lo verdadero.
Nuestro cuarto tema es: lo científico. Mencionábamos que ciertos autores rechazan los juicios morales porque, dicen, no son científicos. Me parece que subyace ingenuidad sobre lo que significa que algo es científico. En primer lugar notemos que el concepto de ciencia es y tiene que ser a priori; no puede recabarse generalizando lo que hacen las disciplinas llamadas ciencias. De ahí se sigue, como veremos en segundo lugar, que sólo puede justificarse en términos morales.
Por una parte, todas las teorías de la ciencia que han publicado son a priori. Por ejemplo, según de Círculo de Viena, las leyes que la ciencia maneja se deben derivar lógicamente de la observación de los hechos; pero en verdad todas esas leyes son producto de un salto mental lógicamente infundado; ningún número finito de observaciones permite afirmar un “todos” o un “siempre”, y que son palabras imprescindibles en la formulación de una ley; nadie puede observar un “siempre”, sólo observamos “algunas veces”. Pero no digamos leyes. Ni siquiera las pretendidas proposiciones observacionales (“básicas”) se justifican por sola observación. Como dijo Boltzmann, “no hay ni un solo enunciado que sea pura experiencia”(10). Quien ante cierto animal individual dice tigre, dice mucho más de lo que está viendo. Esa palabra significa una especie de entes cuyo comportamiento, fisiología y anatomía se rigen por ciertas leyes que son distintas de las leyes que se refieren a otras especies. Sin ese contenido de las leyes la palabra tigre no tiene sentido. La teoría vienesa de la ciencia, que dice que ésta debe basarse en pura experiencia y lógica, resultó ser a priori, pues la ciencia real no procede así.
Entonces surgió la teoría de Popper: observaciones empíricas no pueden justificar una ley universal pero sí pueden refutarla (falsarla); el carácter científico de una ley o teoría consiste en que ésta sea refutable; lo científico está en abandonar las leyes que han sido refutadas por los hechos y sostener la que no ha sido refutada (mientras no sea refutada).
De paso notemos que esta elucubración es lógicamente insostenible. No puede decirse que un aserto ha sido falsado (refutado) si el aserto que lo contradice no queda verificado al mismo tiempo; Popper mismo ocasionalmente escribió: “encontrar que un aserto es falso es lo mismo que encontrar que su negación e verdadera” (11). Si ninguna proposición es verificable, ninguna proposición es falsable. Y además, la falsación necesita que las leyes universales que Popper rechaza sean verdaderas, pues si no hay constancia en la natura, o sea si la natura no se rige por leyes universales, una proposición que hoy es falsada podría ser verdadera mañana. Y además, para falsar una proposición universal hay que cotejarla con una proposición básica y observacional, pero ya vimos, y Popper lo enfatiza, que ninguna proposición básica se justifica por mera observación porque dice mucho más que lo que ésta contiene. Peor aún: Popper mismo reconoce que una o incluso varias proposiciones básicas sueltas no bastarían para falsar una teoría, sino que se necesita una hipótesis empírica que contradiga a la teoría y esté corroborada por la experiencia (12). Pero la hipótesis es proposición universal, de suerte que todos los elementos que Popper había rechazado, se necesitan para la falsación popperiana; las sutilezas y malabarismos que Popper añade para tratar de distinguir entre corroboración y verificación son solamente síntoma de perplejidad.
Pero dejemos eso. Lo que aquí nos interesa es que, como ya demostraron los historiadores de la ciencia (Khn, Toulmin, Feyeraben y Lakatos), las disciplinas llamadas ciencias no proceden como Popper dice que deberían. Lakatos hace el balance:
El criterio de Popper ignora la notable tenacidad de las teorías científicas. Los científicos tienen la piel gruesa. No abandonan una teoría simplemente porque los hechos la contradigan. Normalmente o bien inventan alguna hipótesis de rescate para explicar lo que ellos llaman después una simple anomalía o, si no pueden explicar la anomalía, la ignoran y centran su atención en otros problemas (13)
Siempre ha habido observaciones empíricas que contradicen la teoría en boga, incluso desde el momento en que ésta nace, no sólo después; los científicos las califican como de poca monta y se dedican a cosas más interesantes, por ejemplo a extraer las consecuencias que de la teoría se siguen en los más diversos campos. La conducta real de los científicos no es la que las teorías de la ciencia prescriben. Sobre la teoría la Lakatos no necesitamos hacerlo constar, puesto que él mismo lo reconoce: “Después de todo, se debe admitir (pace Popper) que hasta ahora todas las leyes propuestas por los filósofos de la ciencia apriorista han resultado equivocadas según el veredicto de los mejores científicos” (14), “la mayoría de los científicos tienden a saber de la ciencia poco más que los peces de la hidrodinámica” (15)
Dado que la ciencia real no es como ellas dicen, las teorías de la ciencia son a priori. Por otra parte, también el concepto de ciencia que el científico tiene es a priori. Observando sus propias acciones, un físico puede decirnos lo que él hace; pero cuando además llama científico a eso, lo hace evidentemente en nombre de una idea preconcebida de lo que es científico, la cual podría ser muy verdadera, pero es a priori. No puede generalizar a partir de todas sus propias acciones, pues a veces cuenta chistes, a veces habla de la guerra en Bosnia, etcétera; tendría que seleccionar únicamente las pertinentes, para generalizar sólo a partir de ellas; pero para seleccionar necesita un concepto que lo guíe; por tanto el concepto de ciencia lo tiene desde antes; es a priori.
Un extraño que pretendiera obtener por generalización el concepto de ciencia, tropezaría después con la misma dificultad, pero antes con la de averiguar quiénes, de entre todos los hombres, son científicos. La dianética y la Christian Science y la astrología y algunas charlatanerías proclaman ser ciencia; para negarles ese título, nuestro generalizador necesita tener un concepto a priori de lo que es científico. Los títulos universitarios no bastan, pues hay muchos charlatanes con título universitario. Y como si esa dificultad fuera poca, después de identificar a los científicos tendría que seleccionar entre las acciones de éstos, pues no todas ellas son ciencia. Ni siquiera todo lo que está en los tratados podría servir de base para la generalización, pues en los tratados hay también metáforas, ironías, excursos anecdóticos, alusiones personales, incisos, historias de un descubrimiento fortuito, incluso argumentaciones mitológicas (Copérnico, Kepler, Newton mismo). Y si nuestro generalizador les pregunta a los científicos mismos cuáles de sus acciones son ciencia, ellos quizá se lo digan, pero basándose en un concepto a priori, como ya señalábamos; el generalizador simplemente habría aceptado por autoridad el concepto a priori que el físico le transmite.
En segundo lugar, pues, tenemos la gran pregunta: si la idea de lo que es científico no se basa ni se puede basar en la conducta real de las ciencias, ¿cómo justifica esa idea los preceptos metodológicos que da? Evidentemente los justifica pensando que ese método es el único compatible con la honradez intelectual. Por ejemplo, cuando Popper prescribe que se abandone una teoría en el momento en que la experiencia la contradiga, es porque le parece que lo contrario sería deshonestidad intelectual. Una idea apriorista de la ciencia ( y todas son aprioristas) no tiene otra manera de justificarse. Popper reconoce: “Tenemos que aprender la elección de que la honestidad intelectual es fundamental para todo lo que queremos realizar” (16). Y Lakatos refiriéndose a su propio método: “El falsacionismo metodológico sofisticado ofrece nuevos criterios de honestidad intelectual” (17).
La cientificidad sustancialmente consiste en honradez; sólo se discute sobre cuáles métodos son los que mejor encarnan esa honradez. Ahora bien, ¿puede haber algo más intensamente moral que la obligación de honradez intelectual? Y entonces ¿en qué están pensando los que quieren expulsar la moral en nombre de la ciencia?
Nuestro quinto tema es ya introducción directa a la respuesta en forma que daremos contra la denuncia de la falacia naturalista. El tema es el concepto de lo real, de lo existente, del ser. Los denunciadores dicen que de un hecho real, no se puede inferir un deber. ¿Se habrán alguna vez preguntado qué es eso de real y cuál es el origen de esa idea? La filosofía tradicional, e incluso la más exigentemente empirista como es la de Hume, Carnap y Popper, ya hizo notar que el origen no es empírico, que los sentidos no perciben el ser, lo real en cuanto tal. Dice muy bien Santo Tomás: “Aunque hay ser en las cosas sensibles, sin embargo el ser en cuanto tal, la formalidad de ser, el sentido no la aprehende, […] sino sólo aprehende los accidentes sensibles” (18). Platón había dicho: “Aprehender el ser […] es posible, según parece, en el razonamiento, imposible en la sensación” (19). Igualmente Aristóteles, distinguiendo entre los sensibles y los inteligibles, dice: “los inteligibles como el uno y el ser” (20). También Kant lo notó: “el ser de un objeto real fuera de mí […] nunca está dado en la percepción, sino que sólo puede añadirlo el pensamiento a la percepción” (21). Y Hegel cortante: “el ser no puede verlo, oírlo, etcétera” (22). La razón es muy obvia: si sólo percibiéramos colores, sonidos, temperaturas, etcétera, nunca se nos habría ocurrido la idea del ser, la idea de que algo es real; no niego ahora que el objeto es real, sólo digo que los sentidos no saben de eso, no se meten en metafísica.
Hume hace la misma observación: “aunque toda impresión o idea que recordamos sea considerada como existente, la idea de existencia no se deriva de ninguna impresión particular”(23). Y Carnap propone una demostración bien clara: Supongamos que dos geógrafos, cada uno por su cuenta, hicieran un estudio exhaustivo de una montaña en África; y supongamos que, aparte de su capacidad como geógrafos, el uno profesara filosofía realista y el otro filosofía idealista; los reportes finales que entreguen coincidirán en los detalles empíricamente constatables, pero al mismo tiempo uno de los geógrafos estará convencido de que la montaña existe realmente y el otro de que es mera apariencia; sobre este punto no podrían ponerse de acuerdo por medio de datos empíricos, ya que, precisamente, en todo lo empírico coinciden. Lo real en cuanto tal no es dato sensible. Este descubrimiento epistemológico icontrovertible; en el cual por lo demás concuerdan los filósofos más inteligentes de la humanidad, es el parteaguas; ahí se decide todo.
La más inmediata consecuencia de él es que la idea de real se origina en la introspección, puesto que las impresiones no pueden contener ese dato. Desde luego, introspección es una expresión metafórica; lo que queremos decir es auto-conciencia. Primordialmente “real” significa espíritu, pues eso es lo que captamos por introspección. El espíritu consiste en caer en la cuenta, en el hecho mismo de darnos cuenta; de darnos cuenta de nosotros mismos o de las cosas o de lo que sea. No es algo que primero exista y después caiga en la cuenta de que existe, sino que su existir es precisamente el caer en cuenta, el percatarse, el conocer mismo (24). Como constató Aristóteles, “el ser es percatarse o pensar” (25) “la mente no es de hecho nada antes que piense” (26), ” no tiene existencia actual antes de pensar” (27). O como dijo Hegel: “Si quitamos el pensar, ya no existe el alma” (28), “yo existo como espíritu solamente en cuanto me sé”( 29), “lo que llamamos alma, lo que llamamos yo, es el concepto mismo en su libre existencia” (30)
El error del materialismo ha sido el decir despectivamente: todo eso son puras ideas. Pero el decir eso demuestra que ya entendió: el espíritu es el concepto mismo, el pensar en cuanto tal, las vivencias, la vida misma interior de todo lo que sucede en el percatamiento y toma de conciencia (incluida la obligación moral). El error es creer que esas cosas son menos reales que las piedras. Una pareja cuyo enamoramiento no se reduzca a sexo (y en la mayoría de las parejas no se reduce) sabe perfectamente que su maravilloso entendimiento mutuo e intercambio de vivencias son puras ideas; pero para esa pareja todo eso es más real que el piso y que las paredes. Y sólo podría negar el carácter real de esa vida quien hubiera obtenido de las impresiones sensoriales el concepto de lo real; pero ya vimos que éstas no contienen ese dato; el origen, el significado mismo de “real” es el espíritu percibido en auto-conciencia. Cuando a otras cosas las llamamos reales, lo hacemos translaticia, derivada y disminuidamente. No tiene nada de extraño: es obvio que para el yo no hay nada tan real como el yo; de ahí derivan las otras cosas denominaciones de real (31).
Así se explica el hecho, tremendamente llamativo, de que en 25 siglos nadie haya podido definir materia de manera que se distinga de la nada, pues en verdad sólo puede definirse como “lo que no es espíritu” pero esa definición conviene también a la nada, Los físicos de hoy dicen: “El mejor pensamiento actual no pretende que las partículas no están constituidas por espacio y tiempo” (32). O sea que la materia es espacio. Pero el espacio es el vacío de la nada. Por su parte, la definición aristotélica dice: “Ni algo, ni tal, ni tanto, ni determinación alguna de lo real.” Puras negaciones. Pero a punta de negaciones lo único que se obtiene es la nada. Donde no hay un contenido positivo, lo que hay es nada. Por otra parte, quienes definen materia como lo que ocupa lugar en el espacio, en primer lugar olvidan que preguntamos qué es, no dónde está; y en segundo lugar olvidan que una región determinada del espacio del tamaño de un balón de Básquet) también ocupa lugar en el espacio; de suerte que esa definición no logra distinguir entre la materia y el espacio; pero el espacio es la nada.
Es inútil que sigan intentando definir materia: como el significado de “real” es el espíritu, cualquier definición de materia tendrá que identificar a ésta con la nada. En ese amor por la nada, en ese estar cautivados por la nada coinciden el materialismo occidental y las religiones orientales. El nirvana ya entendió que la realidad consiste en los actos del espíritu; quiere suprimir éstos para así aniquilar la realidad y llegar a la nada. El materialismo es más radical: se instala en la nada desde el principio.
Ahora sí, respondamos en forma a los denunciadores de falacia naturalista. La denuncia dice: de una existencia real no se puede inferir un deber. Respondo: excepto si se trata de la existencia real del deber. En ese caso inferimos desde el deber, y por tanto no hay paso lógico ilegítimo; pero desde un deber que es realidad.
Para el común de los mortales el Imperativo de no matar es de las cosas más reales que existen. Qué concepto extravagante de real necesita tener el que dice que no es real la obligación de no matar. El prejuicio es flagrante: nunca estoy obligado realmente. Se figuran que sólo es real una entidad que se toque con las manos. Nada es más fácil que denunciar un deber como inexistente: todo lo que tienes que hacer es fijar un significado convenientemente estrecho de “existente”, y pronto encontrarás que ningún deber te parece existente. Una descripción que dice “cruel” (no se debe hacer) tiene tanto derecho al título de proposición básica como una que hable del tamaño del bisturí del torturador. ¿Quiénes son los cientificistas para dogmatizar qué cosas son reales y qué cosas no? ¡Cómo lo saben? En las impresiones sensibles no está ese dato.
Enfáticamente adviértase que la discusión no versa ni sobre la conducta (la cual puede discrepar del deber) ni sobre la compulsión o constricción, en la cual se incluye la perspectiva de premio o castigo. La inmoralidad existe, y también el premio y castigo, pero de hecho eso no tiene que ver con el Imperativo. Tal vez lo que sucede es que algunos sólo pueden concebir a Dios como remunerador. Pero eso es confundir lo condicionado con lo categórico. El imperativo moral no dice: si quieres esto haz aquello. Dios simplemente: no matarás, no engañarás, no lastimarás. Y esto no es purismo Kantiano: cuando percibo el “no lastimarás”, de ninguna manera estoy pensando en premio o castigo. Si algunos se figuran que ese Imperativo no es Dios, es porque creen que la palabra de Dios significa un señor con barbas.
Prescindiendo de eso repito: no se trata ni de la conducta ni de la constricción. Se trata del deber en cuanto tal. No creo que el escéptico niegue que hay exigencias éticas; lo que niega es que obliguen. Lo único que la fundamentación de la moral tiene que demostrar es que obligan. Y bien, el hecho mismo de que el escéptico distingue entre que hay exigencias éticas y que ellas obliguen demuestra que tiene el contenido de la idea de obligación. ¿Cuál es el origen de ese contenido? No puede ser otro que el hecho de que percibe o alguna vez percibió que lo obligaban. Por tanto la obligación existe, puesto que la percibió.
Explicar por influencia de la sociedad el origen de la idea de obligación es, o bien volver a confundir lo categórico con lo condicionado, o bien retrotraer el problema, pues ¿de dónde sacaron los otros hombre, los que me influyen, el contenido de la idea de obligación? Pero sobre todo hay esto: cuando me dijeran la palabra obligación yo no entendería absolutamente nada si no tuviera en mi auto-conciencia ese contenido. Hume es buen testigo:
…si los hombres no tuvieran un sentimiento natural de aprobación y reproche, nunca habría podido ser suscitado por los políticos; ni las palabras laudable y encomiable, reprobable y abominable serían para nosotros más inteligibles que si pertenecieran a una lengua perfectamente desconocida (33).
Vengamos ahora a lo más específico de las ciencias sociales. En primer lugar, el parteaguas epistemológico supradicho le quita toda la base a la prohibición metodológica de estudiar lo que los actores sociales piensan y viven por dentro; un tal método equivale a prohibir el estudio de la realidad y a mandar que se estudie apariencias carentes de entidad.
Téngase muy presente que la blasonada comprobabilidad universal e intersubjetiva de lo empírico es un auto-engaño perspicuo. Sólo son empíricos unos cuantos actos de comprobación por otras personas; pero “universal” significa que todas las personas podrían venir y ver; los actos comprobatorios de las otras personas el presunto empirista se los imagina por introspección; son una suposición. Reflexionando sobre sí mismo imagina cómo reaccionará todo hombre ante cierto dato que él tiene delante y qué frase debe todo hombre usar para describir el dato si es honrado. Se trata de una suposición teórica sobre las leyes fisiológicas de los órganos sensoriales del hombre y de una suposición moral sobre la honradez intelectual de los hombres. Como reconoce el positivista Hempel, “el término verificabilidad indica, por supuesto, la concebibilidad, mejor dicho, la posibilidad lógica de evidencia conclusiva para la sentencia dada” (34). El concebir, al que alude Hempel, es evidentemente un acto introspectivo. Descartaban lo introspectivo en nombre de la comprobabilidad, y he aquí que ésta es introspectiva.
Los esfuerzos behavioristas o carnapianos por eliminar los términos morales o introspectivos “traduciéndolos” en términos de conducta empírica, también son un frasco. Dice bien Scriven:
…aun grandes números de ejemplos de dar limosna a la Iglesia o a los institutos de investigación del cáncer no bastan para decir fundadamente que alguien es generoso […] Es perfectamente posible que el carácter de esa persona haga completamente irrelevantes las evidencias que nos sirven de base si por ejemplo la persona es pía o tiene miedo de agarrar cáncer (35).
El significado de “generoso” sólo puede conocerse por introspección; las conductas pueden deberse a otras causas. Y por el otro lado, como Brodeck señala, el behaviorista tiene “que escoger entre una variedad casi infinita de síntomas aquellos que confiablemente pueden ser usados para definir el término en cuestión (36). No sólo el síntoma que escoja puede deberse a otras causas; además, nunca podrá el behaviorista justificar por qué escoge ése.
Y hay algo peor: aun para intentar la justificación tendría que apelar el significado que introspectivamente tiene la palabra ” bondadoso”, por ejemplo. Si la conducta de ayudar a un ciego a cruzar la calle sería candidato plausible como “traducción” mientras el alzar el puño crispado o el pitar bruscamente con la bocina no lo serían, es porque el behaviorista se está remitiendo a lo que introspectivamente entendemos por bondadoso. Primero entendemos qué significa “bondadoso”, y después buscamos algún dato empírico a ver si de alguna manera corresponde con lo que entendemos. De suerte que aun el intento de eliminar lo mentalístico se basa en lo mentalístico.
Todos sus objetos de estudio se les escapan a las ciencias sociales si no recurren a lo mentalístico. Que cierta unidad abstracta es la moneda de un país, consiste en que los habitantes están convencidos de que eso es lo que vale; donde el decreto legal no consigue mantener ese convencimiento (como en Alemania en 1923), dicha unidad deja de ser moneda. Que cierto hombre es coronel, consiste en que los soldados creen que ese señor tiene mando; donde el decreto de la autoridad no logra mantener esa creencia (como en Rusia en 1917), ese señor deja de tener mando pese a las insignias visibles. Ninguna institución o práctica es identificable como objeto de estudio si se prescinde de lo mentalístico; los detalles empíricos que quizá la acompañan no son ni unívocos ni únicos ni suficientes; no podrían “traducirla” ni mucho menos sustituirla; una tal traducción omitiría precisamente lo que para los actores es real. En ciencia social lo que no existe desde la perspectiva de los participantes, no existe del todo.
Pero demos el último paso, el decisivo: para identificar su objeto de estudio las ciencias sociales no sólo necesitan lo introspectivo en general, necesitan específicamente lo moral.
Todo gira en torno al juicio por el que llamamos racional a algo o a alguien. Por lo que vimos en los cuatro primeros temas queda claro que no logran su objetivo quienes intenten escamotear el carácter moral del adjetivo “racional” traduciéndolo por “fundado” o por ” lógico” o por “verdadero” o por “científico”. Específicamente para las ciencias sociales Weber introdujo una racionalidad castrada: racional es poner los medios que sirven para cierto fin, sea el fin el que fuere. Como el elegir entre los fines es juicio moral, queda excluido del contenido de esa extraña racionalidad weberiana que pone cara dura ante el hecho obvio de que, si el fin es irracional, el dirigirnos hacia ese fin por los medios que sean es irracional también. Evidentemente, Weber no se dio cuenta de que cometía un inmenso juicio valoral al llamar racional a eso. No comprendo cómo se le ocultó que en ese plan caprichoso es posible concebir muy diferentes clases de racionalidad; y si él prefiere una, ejecuta juicio moral flagrantemente; su pretendida neutralidad no existe. Y de hecho resulta muy curioso que su racionalidad coincida con la de los empresarios.
Es fundamental caer en la cuenta de esto: el científico social no puede identificar una formación social de cualquiera sin implicar que dura cierto tiempo y que funciona; pero decir que funciona, necesariamente es decir que funciona bien en algún grado; por ejemplo, un conglomerado de hombres en el que reinaran la inseguridad y el peligro mutuos no podría decirse que funciona; tiene que haber algún grado de “orden”; pero juzgar que hay orden en una evaluación; tan lo es que admite grados; no veo cómo pueda decirse que un grupo funciona, si no reina algún grado de moralidad entre sus integrantes. Si la razón no encontrara algo consentáneo con ella, algo racional; en una formación social, no podría afirmar que esa formación funciona; pero entonces podría discernirla como objeto de estudio; la pasaría por alto como “ruido”, como pasamos por alto toda la barahúnda de hechos inconexos que existe en nuestro entorno, a los cuales tenemos que negarles importancia si queremos captar algún objeto de estudio.
Ahora bien, tratando de disimular el juicio valoral, algunos científicos sociales optan por minimalismo; se contentan con el hecho de que ese conglomerado sobrevive; esto les parece desprovisto de juicio de valor, al fin y al cabo también los animales sobreviven. Pero evidentemente suponen que es bueno que sobreviva un grupo humano, que es bueno que sobreviva ese grupo humano; cosa que, por cierto, no faltará algún racista que la niegue. Si el sociólogo no valuara así la sobrevivencia humana y esa sobrevivencia concreta, su atención no se fijaría en la formación social en cuestión, la desapercibiría como “ruido”, no habría identificado su objeto de estudio. Pero además: ¿les parece que no es un juicio moral el tener por bueno que el hombre sobreviva como animal?
Lo es, y falso por cierto. Las ciencias sociales dependen, para identificación de su objeto de estudio, de su capacidad de identificar al hombre, al ente racional. Los hormigueros y las manadas no son objeto de estudio de las ciencias sociales. Las formaciones sociales lo son, pero precisamente en la medida en que se trate del hombre.
Para identificar al hombre la ciencia tiene que localizar algún ente que merezca el apelativo de racional. En otro artículo (37), mencioné el fracaso en que han ido a parar todos los intentos de distinguir entre el hombre y el primate por datos físicos. Añadamos aquí que subyacía una irreflexión muy parecida a la que acabamos de señalar en las “traducciones” behavioristas y carnapianas. No querían reconocer que primero distinguían entre el hombre y el animal por otros medios (por racionalidad) y después buscaban en el hombre datos físicos que esperablemente no se encontrarían en el animal. En el afán por descubrir tales rasgos se llegó francamente al ridículo: como Blumenbach que proclamaba el lóbulo de la oreja como lo decisivo, o como Morgan y Engels que proclamaban el pulgar oponible. Por supuesto que ya se encontraron primates con lóbulo y marsupiales con pulgar oponible; pero aunque no se hubiera encontrado, es obvio que, tanto para proponer esa característica como para declararla fracasada, primero tuvieron que identificar al hombre por su racionalidad. Y si el día menos pensado se encontraran un gorila con 750 cm3 de masa encefálica (hasta hoy han hallado sólo de 685), los fisicalistas no sabrían qué hacer. Mejor dicho, sabrían muy bien qué hacer. Mejor dicho, sabrían muy bien qué hacer: averiguar si ese ente merece el calificativo de racional o no. Que es en realidad lo que siempre han estado haciendo, y todos los fisicalismos han sido maniobras infantiles para disimularlo.
Pero la racionalidad weberiana, poner medios adecuados para el fin, tampoco sirve para marcar la diferencia, pues la telaraña, el panal, el nido de las aves (cuya textura es una trama que no se encuentra en la naturaleza circundante) y el palito de tamaño no natural, sino cortado de una vara más grande, con que el oso hormiguívoro escarba en el hormiguero, son medios perfectamente adecuados para el fin. Los dos primeros son incluso instrumento mucho más refinados que los del hombre primitivo. Así se descarta también el intento de paleontólogos y antropólogos ( y de Marx) de fijar el inicio de la etapa humana de la evolución donde haya instrumentos. Lo humano empieza indudablemente muchos milenios después, ya que aun con apariencia neandertalescas puede un semoviente haber sido simple animal. La racionalidad incluye actitud moral de unos con otros, pues la racionalidad weberiana no permite distinguir entre sociología y zoología. No sabemos cuándo empezó el hombre, pero fue hace muy poco ciertamente.
Puesto que el hombre no es físicamente constatable, lo que no sea racional cae fuera de la historia del hombre. Como científico social no puedo incluir un hecho en mi objeto de estudio si no demuestro que en algún sentido ese hecho es racional; pero entonces estoy obligado a justificar mi concepto de racionalidad. Y lo más grave es que la racionalidad es un concepto gradual: si llamo racional a un depravado que no respeta las vidas de sus semejantes, en parte miento, lo cual es anti-científico; pero no puedo refugiarme en minimalismo (racionalidad weberiana) porque así no puedo distinguir entre el hombre y el animal. Sostener que la historia no tiene una meta hacia la cual debe luchar por llegar implica sostener que la humanidad así como está es racional, lo cual en parte es mentira; pero en la ciencia no se permite mentir. Mientras no haya justicia, la palabra racionalidad no se justifica de veras. Al llamar racional a algo científico social tiene que hacer constar que lo que hoy tenemos no es suficientemente racional y que, por tanto, estamos obligados a luchar por la justicia.
La única justificación posible de los juicios morales es la demostración de la existencia real del imperativo (cfr. supra), pero ese Imperativo no permite definir justicia de cualquier manera, sino le confiere un significado preciso: toda persona tiene dignidad infinita, es fin y no medio, sujeto y no objeto. Por tanto, sólo se justifica la palabra racionalidad cuando todas las personas sean respetadas en su dignidad infinita.
Notas:
(1) Charles Taylor, Die Motive einer Verfahrensethik, pp. 101-135, apud Wolfgang Kuhlmann, ed., Moralität und Sittlichkeit; Frankfurt, 1986, p. 109.
(2) Alasdair MacIntyre, Against the Self Images of the Age, Londres, 1971, p.258.
(3) Jürgen Habermas, Legitimationsprobleme in Spätkapitalismus, Frankfurt, 1977, p. 140.
(4) Vittorio Hösle, Die Krisis der Gegenwart und die Verantwortung der Philosophie, Munich, 1990, p.29.
(5) Edmund Husserl, Investigaciones lógicas, 2 vols., trad. de Manuel Gracía Morente y José Gaos, Madrid, 1985, I, p. 129s.
(6) Emile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, 1968, pp. 622s.
(7) G. W. F. Hegel, Die Vernunft in der Geschichte, Hamburgo, 1980, p. 125.
(8) Friedrich Nietzsche, genealogía de la moral, Hamburgo, 1980, p. 125.
(9) Id., jenseits von Gut und Böse, núm. 34, trad. por Heidegger en su Nietzsche, II, p. 119.
(10) Citado por Paul Feyerabend apud Feigl y Maxwell, eds. gen., Minesota Studies in the Philosophy of Science, IV, 1969, p. 113.
(11) Karl Popper, Objective Knowledge, Oxford, 1973, p. 13.
(12) Ibid., The Logico of Scientific Discovery; NuevaYork, 1968, p. 86s.
(13) Imre Lakatos, La metodología de los programas de investigación científica, trad. de Juan Carlos Zapatero, Madrid, 1989, p. 12s.
(14) Ibid., p. 177.
(15) Ibid., p. 84, nota 212.
(16) Karl Popper, the Open Society and its Enemies, 2 vols., Londres, 1974, II, p. 59.
(17) Op. cit., p.53.
(18) I Sent 19,5,1 ad sextum.
(19) Teeteto 186 D. véase también Fedón 65 C y Fedro 247 C.
(20) Metafisica XII 107Ob 7.
(21) Kritik der reinen Vernunft, A367.
(22) Geschichte der Philosophie, 3 vols., Frankfurt, 1975, I, p. 517.
(23) Tratado, III, III, i.
(24) La definición clásica de la verdad, “conocimiento verdadero es el que concuerda con la realidad”, tiene dos fallas pero remediables: primero, implícitamente supone que el conocimiento no es realidad; y segundo, define lo más conocido (conocimiento) por aquello (realidad) que sólo podemos conocer mediante lo que se trataba de definir. Si tenemos presente que el conocimiento es lo más real que hay, corregimos ambas fallas, En vez de concordancia afirmamos identidad del conocimiento y de la realidad. Quien objetara solipsismo estaría suponiendo que lo real queda “fuera” de la mente; pero ésa es una expresión sin sentido, pues la mente no es entidad espacial. (Con esta nota puntualizo lo que en Apelo a la razón dije sobre la teoría clásica).
(25) Eth Nic., IX, IX, 9.
(26) De anima, 429 b 32.
(27) Ibid., 429a 24.
(28) Op. cit. (en nota 22), II, p. 48.
(29) Ibid., I, p. 51.
(30) Asthetik, 2 vols., Stuttgart, 1971, I, p. 175.
(31) Como Kant hizo ver, la autoconciencia es la esencia de todo percatamiento y su condición de posibilidad. La intersubjetividad, que está en el origen de la subjetividad, no impide que ésta se ponga a existir de veras.
Como el “inter” no es local, como no es espacial, la intersubjetividad, Habermas y Apel pasan por alto el carácter ontico específico de la entidad llamada espíritu, sea intersubjetiva o no. Para que “intersubjetivo” tenga algún sinificado, se requiere que antes “subjetivo” lo tenga. Cierto, el espíritu es una entidad bipolar (o multipolar), pero es autoproductiva, pues sólo existe en la medida en que cae en la cuenta.
(32) E. F. Taylor y J. A. Wheeler, Spacetime Physics, San francisco, 1966, p. 193.
(33) Tratado, III, III, i.
(34) Carl Hempel, Aspects of Scientific Explanation, Nueva York, 1965, p. 104, nota 3.
(35) Michael Scriven, en Minnesota Studies (cfr. nota 10), II, p. 191.
(36) May Brodbeck (ed.), Readings in the Philosophy of Social Sciences, Nueva York, 1968, p. 285.
(37) “Indigenismo contra derechos humanos”, en La Jornada Semanal, 20 de junio de 1993, p. 44.
La Estetificación de Intelectuales Mexicanos
José Porfirio Miranda
Revista La Jornada Semanal, No. 285; Noviembre 27, 1994; pp. 38-41.
El complejo de inferioridad que Samuel Ramos certeramente diagnosticó en muchos mexicanos es una enfermedad curable. No digo que la cura sea fácil, pero sí que es factible.
El complejo no consiste, como a veces se piensa, en creerse menos valioso de lo que es, sino en llevar a mal que otro sea más valioso que uno. No es complejo de quien se cree inferior sino de quien es inferior. El remedio está en reconocer el defecto, en reconocer que uno reacciona con resentimiento cuando alguien, aun sin quererlo, da pruebas de que es mejor dotado. Quien simplemente se da cuenta de cuán ridículo e innoble es ese rencor contra los más dotados, está curado. Basta tener la hombría de mirarse a sí mismo con objetividad, reconocer que se tiene ese defecto vil, y no minimizarlo diciéndose que al cabo todos los seres humanos son imperfectos.
Ahora bien, sustituir ese diagnóstico de rencor gratuito por el diagnóstico de soledad (la sustitución es deliberada y explícita en el Laberinto de la soledad), y más si esa soledad se heroíza, es ahorrarle al mexicano el encaramiento viril consigo mismo y hacer incurable un defecto que él realmente tiene y que no es ligero. Sobre todo cuando al final resulta, según Paz, que se trata de una característica universal de todos los seres humanos: eso nos evita reconocer que somos defectuosos en forma especial. Adulándote evitan que te corrijas.
Octavio Paz le ha hecho mucho daño a México, no sólo por eso, sino por lo que el título del presente artículo describe. El análisis de Samuel Ramos, precisamente por despiadado, nos encaminaba hacia la clarividencia sobre nosotros mismos. Si hace treinta años, mediante los artículos de fondo y el sistema educativo, se hubiera divulgado que el análisis de Ramos es objetivo, hoy probablemente ya seríamos un pueblo sano. Las bellezas literarias de Paz han impedido esa cura.
Acabamos de usar una palabra decisiva para nuestro tema: objetivo. La ciencia y la filosofía tienen obligación de ser objetivas; la literatura no. La literatura puede en algunos casos ser objetiva, pero lo específico es que no está obligada a serlo. Cuando Paz traslada la cuestión de lo mexicano desde la ciencia (la psicología social de Ramos) hasta la literatura, el análisis se vuelve arbitrario, puede infringir cualquier regla de método objetivo, queda en manos de la primera ocurrencia que venga en mientes, con tal que sea hermosa. Un poeta no tiene que demostrar que sus afirmaciones son verdaderas, basta que sean bellas, sugestivas, nuevas.
Mire usted que tomar a los pachucos y chicanos de los Ángeles como características de lo mexicano y de ahí inferir que los mexicanos padecen soledad. Cualquier científico social sabe que el emigrante, precisamente por estar desencuadrado de su pueblo y de su hogar y porque llega a un entorno que le es desconocido, sufre soledad en cierto grado; pero eso es por ser emigrante, no por ser mexicano. Tomar de ejemplo al pachuco para elucubrar sobre la soledad de los mexicanos en general, es uno de los razonamientos más arbitrarios que yo haya leído. Pero esta crítica sería injusta contra Octavio Paz; él no hace ciencia ni filosofía; él hace literatura: hablar de los pachucos le dio oportunidad de usar la expresión “exhibiendo sus propias llagas”, que es una frase muy bonita. Estamos en poesía, no en objetividad.
En general el mexicano es uno de los entes más mitoteros y hasta gregarios que existan. No sabe estar solo. Siempre está en grupo, en chorcha. Sea ello cualidad o defecto, lo cierto es que el mexicano ni siquiera sabe formarse una opinión a solas; las opiniones se forman platicando, oyendo qué dicen los demás y quizá añadiendo algo pero algo que necesita el consenso de los demás; si no, el mexicano no queda tranquilo. ¿De dónde sacó Octavio Paz que la característica definitoria del mexicano es la soledad?
Véase esta consideración del capítulo primero del Laberinto…: “En el Valle de México el hombre se siente suspendido entre el cielo y la tierra y oscila entre poderes y fuerzas contrarias, ojos petrificados, bocas que devoran”. Supongo que por estar suspendido entre el cielo y la tierra se siente solo. Pero si esa suspensión se refiere a la mucha altura sobre el nivel del mar, los bolivianos y los tibetanos estarían en peor caso, y Octavio Paz no tendría por qué hablar de la soledad como rasgo distintivo del mexicano. Por otra parte , por mucha que sea la altitud de la ciudad, los habitantes del DF están pisando la tierra y de ninguna manera se encuentran suspendidos entre el cielo y la tierra, ni piensan en ello para nada; es puro cuento que se sientan suspendidos. Y finalmente, por muy alto que residan, si son 20 millones una cosa es segura: solos no están. Están muy acompañados. Sin embrago, repito estas críticas serían válidas si se tratara de objetividad, si las tesis tuvieran que demostrarse verdaderas. Con Octavio Paz no se trata de eso. La expresión ” suspendidos entre el cielo y la tierra” era demasiado bella como para dejarla en el tintero. Que viva el criterio estético.
No acaba uno de saber cómo es la lógica del siguiente pasaje: “El sentimiento de la soledad, por otra parte, no es una ilusión -como a veces lo es el de inferioridad- sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos”. Supongo que según Paz del hecho de ser distintos se sigue el estar solos. Pero en realidad no se sigue en lo más mínimo. Podría incluso decirse que se sigue lo contrario: precisamente porque somos distintos nos completamos los unos a los otros. Ahí anda Octavio Paz buscando drama donde no lo hay. Pero tal vez quiere decir que los mexicanos somos distintos del resto del mundo. Puede ser, en algún sentido; pero los mexicanos somos muchos, y por tanto no se sigue soledad. Más verosímil es que se refiera a todos los hombres y quiera decir que cada uno es distinto de los otros; se trata de la más chata trivialidad y, como digo, no se infiere soledad.
Paz parece llegar por fin a la primera inferencia plausible en el último capítulo, cuando infiere del ateísmo la soledad. Y bien, en todo caso se trataría de una soledad muy remediable, pues la existencia de Dios ciertamente se demuestra, pero lo principal es que a esas horas Paz olvidó que el Laberinto… trataba de diagnosticar al pueblo mexicano: al suponer que el pueblo mexicano es ateo, el subjetivismo y arbitrariedad de la literatura lleva a extremos enfermizos su independencia respecto de la objetividad científica y de la realidad. En la realidad de los hechos el pueblo mexicano es un pueblo sumamente religioso, se podría incluso pensar que en los últimos decenios su religiosidad ha aumentado, en vez de disminuir como quisiera Paz.
Quién sabe a qué país, incluso a qué planeta, se refiera Paz en este pasaje: “Pues tras este derrumbe general de la Razón y la Fe, de Dios y la Utopía, no se levantan ya nuevos o viejos sistemas intelectuales, capaces de albergar nuestra angustia y tranquilizar nuestro desconcierto; frente a nosotros no hay nada, estamos al fin solos.” Si se refiere a México, quiere decir que para el pueblo mexicano Dios ha desaparecido es una falta de objetividad tan patente, que no necesita comentario. Y si se refiere a los países del primer mundo, todos los sociólogos saben hoy que la tan decantada secularización es una patraña a la que las encuestas y estudios de campo contradicen: la pluralidad de las denominaciones cristianas ha tenido incluso como efecto el reforzamiento de las convicciones cristianas, fundamentales en las cuales las diversas denominaciones coinciden, el hacer más auténticas y auto-sostenidas estas convicciones en los individuos al no tener que depender de las diferencias que hay entre las instituciones e iglesias. Basta remitirnos al mejor sociólogo de nuestra época, Talcott Parsons: The System of Modern Societies, o bien Action theory and Human Condition.
Mi intención en lo anterior no ha sido criticar a Paz como literato. Sería ignorar la diferencia que hay entre ciencia y literatura: él va tras lo dramático, tras lo trágico, tras lo estético, no tras lo verdadero. Su género es otro.
Mi intención ha sido ilustrar con el ejemplo más sobresaliente el acelerado proceso de Estetificación en que se encuentra la intelectualidad mexicana (y la opinión pública se lee), proceso acerca del cual es urgente dar la voz de alarma porque tiende a corroer la inteligencia, la capacidad humana de conocer la realidad y la verdad. Como no está obligada a dejarse controlar por la realidad sino sólo a producir casas bella, la literatura les permite a los autores hablar de lo que no saben, pronunciarse con desenfado sobre cualquier tema sin haberlo estudiado: al fin y al cabo nadie le exige al poeta que demuestre que su concepción es verdadera; él puede soltar de su ronco pecho sin que nadie le pida cuentas. Si predomina ese criterio (o falta de criterio) en la intelectualidad de un país, llega un momento en que la cuestión de la verdad o falsedad no sólo sale sobrando sino estorba: se requiere relativismo para que cada cual pueda sostener lo que le pegue la gana, y el que pregunte si una concepción es verdadera o falsa es rechazado como un aguafiestas.
En la tabla de avisos de un mundo estético solamente se lee este letrero: “Se permite buscar la verdad con la condición de que nadie la encuentre.” Que es por cierto la intolerancia suprema. Y ellos que se creían pluralistas. Si entre paréntesis añaden ” y si la encuentra, que la guarde para sí”, evidentemente están suprimiendo la libertad de expresión de la manera más selectiva y represiva pensable: ala ciencia y a la filosofía demostrativa se les prohibe hablar.
Y no es que yo esté contra la literatura. Me considero casi un experto en Dickens, Trollope, Scott, Thackeray, Collins y Balzac. Contra lo que estoy es contra que todo se convierta en literatura
Téngase muy en cuenta que, desde que nació, la literatura siempre contiene un algo o un mucho de diversión. Homero, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, etcétera, escribían para entretener al auditorio; siempre hay algo de espectáculo. Yo no tengo nada contra la diversión, al contrario. Lo que me parece muy mal es que todo se convierta en diversión. Lo que me parece muy peligroso es que no sepamos distinguir cuándo nos estamos divirtiendo y cuándo estamos pensando en serio.
Y el peligro se ha vuelto realísimo. Demandar “siempre algo nuevo” es descartar el criterio de “lo verdadero”. Exigir siempre algo nuevo es la actitud del que sólo quiere desaburrirse y busca espectáculo. Por el contrario, cuando se ha descubierto que “Dos más dos son cuatro” es verdadero, demandar algo nuevo al respecto es confundir lo serio con la farándula. Lo verdadero sigue siendo verdadero aunque se haya descubierto en el siglo pasado; quien cree poder soslayarlo diciendo que es del siglo pasado, se figura que estamos en el circo o en un desfile de modas o viendo la tele. Lo que quiere es que haya “variedades”, que es otro nombre para designar el espectáculo y la diversión.
El segundo ejemplo mexicano que voy a poner no es un literato; precisamente por eso resulta tan ilustrativo de la corriente estetizante y de divertimiento que estamos atravesando y que, como dije necesita relativismo.
Sobre una visión del mundo lo más importante que hay que preguntar es si es verdadera o falsa, humana o inhumana, independientemente de si es visión de los vencidos o de los vencedores o de quien sea. León Portilla no se hace esa pregunta para nada. Quiere que no se pierda nada de lo que viene de nuestros ancestros. En su libro, humano es todo, por lo visto hasta los sacrificios humanos. Esa indiferencia es típicamente estética. Así como los dadaístas franceses, para quitarse el aburrimiento, dieron en admirar los monigotes africanos por ser algo “nuevo” y “diferente”, de la misma manera la visión azteca del mundo resultó divertida para un público estetista al que no le importa si una visión del mundo es verdadera o falsa ni si hace más humano al hombre o más inhumano. El libro de León Portilla resultó un objeto de mexican curious entre las diferentes “variedades”. Se inserta en ese relativismo que malamente se llama pluralismo y en el que sólo importa que el siguiente “número” de la función sea algo nuevo, algo raro. Con tal que diga alguna cosa que no se había dicho, su éxito de taquilla está asegurado. León Portilla quiso hacer mexicanismo, y lo que hizo fue insertarnos en el show-business del primer mundo.
Y hay otro aspecto que no debe pasarse por alto. Quien exhibe y exalta una visión del mundo precisamente porque es la de los vencidos, es obvio que no apela a la razón sino al afecto; al afecto que todos espontáneamente sentimos en favor de los vencidos: tendemos a identificarnos con ellos. Ese recurrir a lo emocional en vez de a lo racional es claramente procedimiento estético. Incluso debo añadir que el libro de León Portilla, sin darse cuenta, ha intensificado el resentimiento y rencor que Samuel Ramos había diagnosticado como grave defecto de muchos mexicanos. Visión de los vencidos suena casi a visión de los resentidos.
Y bien, siendo paz y León Portilla dos de los autores más leídos en México y al mismo tiempo tan disímbolos entre sí y de diverso género, su coincidencia en el fondo estetizante y de divertimiento me parece que ilustra suficientemente la degeneración intelectual que el título del presente artículo declara. Esa oleada estizante ha hecho que el lector mexicano común y corriente sólo busque afirmaciones fuertes, agudas, sugestivas, ostensivas de talento o de carácter, y ni por las mientes le pase preguntar cómo se demuestra que tales afirmaciones son verdaderas, vamos ni siquiera preguntar si son verdaderas o no.
Llamo degenerativo a ese proceso porque moverse por emociones y no por razones es retroceder hacia la animalidad. Así llego a mi argumento central. Ninguna toma de conciencia me parece tan importante en el momento que está atravesando el mundo como ésta: la racionalidad no nos es natural. Venimos de los animales, lo natural es lo que heredamos de ellos. Todo en el mundo cambiaría para bien si nos atreviéramos a mirar de hito en hito esta verdad, la repito: la racionalidad no nos es natural. Por naturaleza no somos racionales. La racionalidad la hemos venido adquiriendo trabajosamente. Sobre todo en los últimos 25 siglos.
En el salvajismo el hombre (homínida quizá) adopta convicciones porque “le leten”, por temor, porque le convienen, porque le gustan, etcétera, no por la razón decisiva de que son verdaderas. La idea de sólo adoptarlas cuando se demuestran verdaderas y desecharlas cuando se demuestran falsas es una iniciativa tremenda que lanzaron Platón y Aristóteles y que no tiene nada de natural. Es estrictamente cultural, civilizatoria. Afortunadamente esta iniciativa ha prosperado mucho. Alcanzó gran altura en la Ilustración, sobre todo en Kant (corregido por Hegel) y Hegel. Si ahora regresáramos a la actitud de que no importa si las convicciones son verdaderas o falsas y sólo importa que sean sugestivas y variadas, estaríamos regresando al salvajismo, virtualmente a la animalidad.
Claro que la racionalidad no empezó de cero con Platón y Aristóteles. Empieza cuando la interpelación del Imperativo Moral, haciéndonos responsables de nuestra conducta, por el mismo hecho hace que caigamos en la cuenta de que existamos y así adquiramos un yo. El animal existe pero no sabe que existe, no cae en la cuenta de que existe, o sea no tiene un yo. La autoconciencia es lo que distingue al hombre del animal. Pero tampoco el Imperativo moral proviene de la naturaleza. Es Dios, no naturaleza. De suerte que la tesis rousseana de la bondad del hombre natural es mero eco filosofante de un mito: el mito de la primitiva edad de oro. Por naturaleza el hombre no sólo no es bueno, por naturaleza ni siquiera es hombre. Hombre natural es expresión contradictoria.
Contra dicha iniciativa de la gran filosofía esgrimen los estetificantes la palabra libertad. Según ellos la obligación de atenernos a lo verdadero y aun la existencia misma de verdades absolutas atendería contra la libertad de profesar cada uno la concepción y convicción que le pegue la gana. Ellos quieren que todo quede opcional, como en el arte; que sea cuestión de gustos. Pero, en primer lugar, muy pobre concepto de libertad tiene si la libertad te impide reconocer la verdad. En segundo lugar, sin duda están queriendo definir libertad como algo meramente negativo, como ausencia o carencia de cosas (de trabas, por ejemplo), o sea como una nada. En ese error cayó Rousseau cuando dijo que el hombre natural era libre. Ah pues claro: fácil le es al hombre natural venir dotado de una cosa que consiste en nada. Eso cualquiera lo tiene. Pero si la libertad es una mera ausencia, habría que sostener que aun las piedras son libres. En realidad la libertad es algo muy positivo; se adquiere gradual y laboriosamente; los bebés no son libres. El hombre no nace libre, se hace libre. En realidad es el Imperativo Moral el que nos hace libres, o sea auto-determinados; pues cuando el rumbo lo determina un impulso natural que el yo no puso sino que se lo pusieron ahí sin consultarlo, evidentemente no se está auto-determinando el yo y por tanto no es libre. Es el Imperativo el que nos hace sobreponernos a los impulsos naturales y por tanto el que nos hace libres. Ahora bien, y éste bien, y éste es el punto, nos hace libres imperándonos una conducta con exclusión de otras, una concepción (la verdadera) con exclusión de otras (las falsas). Esa es la única libertad que existe; si ésa no la quieren, quién sabe qué es lo que los estetificantes quieren; ellos no logran definirlo. Pues el concepto meramente negativo de libertad contiene pura nada, es un seudo concepto, un vacío de concepto.
En tercer lugar, dicha iniciativa de la auténtica filosofía de ninguna manera propugna que las convicciones verdaderas las imponga alguna instancia gubernamental o política o religiosa o de cualquier índole. Propugna que las imponga la razón misma, o sea que ésta se auto-determine. Pero autodeterminación es la definición de la libertad. Naturalmente, para eso se requiere no partir del presupuesto de que la verdad no existe. Un tal presupuesto es cerrazón pura y simple contra las demostraciones, contra las razones. Si se lee los tratados de Kant y Hegel con el prejuicio estetificante y museal de quien recorre diferentes concepciones a ver cuál “me gusta”, si no se los lee como demostraciones de verdades que, una vez demostradas, se vuelven obligatorias, e los está convirtiendo en obras literarias (mediocres, por cierto) y se está impidiendo que la filosofía hable. Así no puede haber autodeterminación de la razón.
Y en cuarto lugar, ¿por qué defienden la libertad? Hay quienes prefieren el autoritarismo, ¿en qué nos basamos nosotros para preferir la libertad? La única base posible es esta verdad: todas las personas tienen dignidad infinita. Si esa verdad no es absoluta, no sirve de base para nada. La defensa de la libertad se finca, pues, y tiene que fincarse en una verdad absoluta. ¿Cómo puede alguien entonces rechazar las verdades absolutas en nombre de la libertad?
Quisiera terminar previniendo a mis colegas teólogos de la liberación ( a reserva de volver sobre este tema en otra ocasión) contra la influencia de la corriente intelectual, que en este artículo he denunciado. El santo y seña “Opción preferencial por los pobres” es ya efecto de esa influencia. Lo es a tal grado, que podría presentarse como un tercer ejemplo probatorio, además de Paz y León Portilla, de la estetificación de los intelectuales. ¿Cómo que opción?
Según el evangelio y según la filosofía demostrativa la lucha en favor de los pobres es una obligación, no una opción. ¿Desde cuándo el hacer justicia es opcional? ¿Cómo es posible que a alguien se le ocurra presentar la responsabilidad de justicia como algo preferencial?
Ese enfoque estetificante puede dar al traste con la teología de la liberación, puede incluso hacer que deje de ser teología, pues la verdadera teología es demostrativa esencialmente y, en el fondo, como dice Hegel, se identifica con la filosofía. Si la lucha por los pobres es opcional dentro del cristianismo, con el mismo derecho puede haber opción preferencial por los ricos, y se ha desvirtuado completamente el evangelio. Siendo así que la misión de la teología genuina es hacer valer el evangelio. Para evitar condenas vaticanas presentaron su caso los teólogos de la liberación como una mera opción dentro de la Iglesia; así no intranquilizaban a las personas que escogieron la opción contraria; y la opción de ellos, como no amenazaba a nadie, no encontraría demasiadas resistencias y prohibiciones. Pero lógicamente están así sosteniendo que dentro del cristianismo se puede optar por los ricos. Lo cual es traicionar al evangelio.
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